En un lapso de agonía indescriptible, tres de los jinetes se apearon. Enseguida obligaron a su padre a descender del caballo y, con las culatas de sus carabinas, lo golpearon hasta derribarlo por tierra.
Faustino lloraba asustado. Quiso buscar refugio en su madre, pero en esos instantes uno de los asaltantes -dos cartucheras cruzaban su pecho y un ancho sombrero de palma tocaba su hirsuta cabeza-, lleno de fiereza, agarraba a su madre violentamente de la cintura, y arrancándola de la cabalgadura, se la sentaba por la fuerza sobre la cabeza de su silla y partía a galope. A él, de un manotazo lo tiraron del caballo para que otro de los forajidos tomara a la bestia de la brida para robársela.
Cuando el niño Faustino volvió en sí, los vándalos había huido. Su padre, en tanto, yacía despatarrado y maltrecho junto al grueso tronco del árbol. Tiritando de pánico, se aproximó al herido, el cual con los ojos reventados a culatazos y la boca abierta con las encías desgranadas como elote de una mazorca, gemía débilmente.
Al notar la presencia de su hijo, musitó con voz quebrada y gutural:
-Tengo roto el espinazo, hijo… y los brazos, las piernas… la cabeza, las costillas… ¡Todo! -una bocanada de sangre interrumpió el hilo de sus palabras.
Después, con ostensible esfuerzo, añadió:
-Si no quieres perder a tu madre, Faustino, camina por esa vereda… No pierdas de vista la gavilla… Quien quita y la suelten luego… ¡Corre, hijo!
Y la voz de su padre se hizo pastosa, como si de repente sus glándulas salivares hubieran cesado de secretar.
A pesar de su corta edad, Faustino se daba cuenta de la desgracia. Por ello, con palabras trémulas de emoción deshilvanadas por el llanto, exclamó:
-Pero, tata… ¿cómo voy a dejarte aquí solito? -y se abrazaba al cuerpo querido, transido de congoja.
El agonizante, de tez cobriza y salientes pómulos, entreabrió la llaga de sus labios para balbucir:
-Yo ya no tengo remiendo, hijo… De aquí ya no podré moverme… ni levantarme jamás… ¡Corre! Ve en busca de tu madre… ¡No la pierdas, hijo!… ¡Corre!
Y su voz parecía, ahora sí, silenciar definitivamente su timbre, el tono característico y familiar. Era ya la hueca voz de un extraño.
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