Me alistaba para irme a trabajar a la delegación de Comunicación Social en Acapulco cuando recibí una llamada telefónica. Era un asistente de Carlos Carrillo Santillán, entonces director general de esa dependencia del gobierno de Rubén Figueroa Alcocer. Estaba fuera de sí.
Lo único que se escuché fue su grito ahogado en el llanto:
—Carlos, le dispararon al jefe.
Eran las 9:38 horas del 28 se septiembre de 1994.
Minutos antes, durante la transmisión del noticiero matutino de Televisa, el reportero Eduardo Salazar había entrado al aire para interrumpir la transmisión e informar que sobre la calle José María Lafragua alguien le había disparado a una persona que manejaba un vehículo. Para mí, en ese momento, era una nota roja más de las que siempre ocurren en este país.
Cinco minutos más tarde, Guillermo Ortega Ruiz, conductor del noticiero, confirmaba la noticia. El hombre herido a balazos en esa calle del entonces Distrito Federal era el acapulqueño José Francisco Ruiz Massieu, exgobernador de Guerrero, secretario general del otrora invencible Partido Revolucionario Institucional y excuñado de hombre más poderoso del país: el presidente Carlos Salinas de Gortari.
Y efectivamente, el personaje que me había llamado por teléfono efectivamente había trabajado en el gobierno de Ruiz Massieu, junto con Carrillo Santillán y Juan Carlos Hinojosa Luelmo. Por eso le seguía diciendo “jefe” al exmandatario suriano, hijo del médico pediatra Armando Ruiz Quintanilla y de la periodista María del Refugio Massieu Helguera, conocida como “Cuca” Massieu.
Pero Ruiz Massieu nunca fue jefe mío porque cuando gobernó la entidad, yo era reportero de El Sol de Acapulco y el entonces director de ese aún importante medio de información del puerto, Ricardo del Valle del Peral (ese sí, mi jefe), tuvo serias diferencias con él porque la más de las veces no acató las disposiciones mediáticas que personalmente ordenaba el gobernador.
Ese día, las horas avanzaron rápidamente. Los datos de la información del hecho ocurrido en la céntrica calle defeña fluyeron como un río contundente, apabullante:
Ruiz Massieu había encabezado un desayuno con diversos diputados federales e integrantes diversos de la Confederación Nacional de Organizaciones Populares (CNOP) uno de los tres pilares del poderío tricolor que gobernaba por todos lados en el país. Había escuchado diversos discursos y todo parecía encajar en lo que el futuro político les deparaba.
Nada presagiaba tan infausto suceso, escribió el año pasado Sergio Arturo Venegas Alarcón, uno de los testigos de los hechos quien estuvo en la primera fila del suceso que cimbró la gobernabilidad del país.
Ruiz Massieu era el poderoso secretario general del PRI, excuñado del presidente Carlos Salinas de Gortari y, obviamente, uno de los hombres presidenciables, estaba de buen humor esa mañana en la sede nacional del sector popular, ubicada en las calles de Lafragua, a unos metros de Reforma, en la Ciudad de México.
Según el exdiputado federal priista, el que sería coordinador de la bancada tricolor en la Cámara de Diputados tenía prisa por llegar a la sede del Instituto Federal Electoral donde se realizaría un seguro debate entre Jorge Carpizo MacGregor y Porfirio Muñoz Ledo… y no quería perdérselo.
Mandó al chofer y a la escolta en otro vehículo. Botó el saco en el asiento trasero y se hizo del volante, lo acompañaron Heriberto Galindo y Roberto Ortega con quienes platicaría.
Frente al edificio afuera del Palacio de las Ferias, del otro lado de la calle en banqueta, un hombre aparentemente leía un periódico tabloide. Estaba atento a los movimientos del guerrerense.
Justo cuando los escoltas y chofer se metían a otros vehículos y Ruiz Massieu había encendido el motor del Buick Century plateado, Daniel Aguilar Treviño ataviado con pantalón de mezclilla, chamarra de cuero negro y de tenis, mezclilla y chamarra de cuero negro, con corte de pelo militar, atravesó corriendo la calle, se colocó del lado del chofer y sacó de entre el papel una subametralladora. Uno de los disparos que realizó le pegó en el cuello, era herida mortal.
Todo ocurrió en segundos.
El sicario corrió varias calles seguido de los escoltas. En su carrera, frente al Hotel Casa Blanca, tiró la subametralladora Intratec. Cansado y casi rodeado, se rindió a a los pies del policía bancario José Rodríguez Moreno, con su viejo rifle M-1, frente a la sucursal de Banca Cremi.
Al día siguiente, los medios de comunicación de circulación nacional fueron lapidarios con sus encabezados:
—Fue un acapulqueño. Era la cabeza principal del periódico, otrora vocero de la oposición y hoy gobiernista, La Jornada. Fue un golpe bajo e insano para el difunto porque siempre Ruiz Massieu buscó cambiar esa esencia del Guerrero bronco, alguna vez expuesta por la revista Proceso en un artículo escrito por Jorge Valdés Reycen. En suma, a 31 años de distancia, desnudó la estúpida esencia del guerrerense aquel que a pesar de que le ayudas, te muerde la mano… y hoy, te desaparece en una fosa clandestina.
Varios acapulqueños acudieron a la agencia de Gayoso Félix Cuevas, en donde era velado José Francisco. En la capilla más que ardiente estaba Ernesto Zedillo, quien recibía las condolencias. Mariano Palacios Alcocer lo abrazó y, el entonces presidente electo, alcanzó a decir… Así no era.
Lo que estaba planeado para ser el inicio de una relación comercial trilateral exitosa con Estados Unidos y Canadá, con la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio, el año de 1994 marcó realmente un destino trágico para los mexicanos.
El primer día de ese año, México se despertó con la noticia de un levantamiento armado en Chiapas con un mediático “ejército zapatista”, encabezado por Rafael Sebastián Guillén Vicente —el personaje teatral llamado subcomandante Marcos—, quien dijo que “luchaba por la independencia económica y cultural de los indígenas chiapanecos”, pero que 31 años después siguen sumidos en su ignorancia y pobreza.
Tres meses más tarde, en Lomas Taurinas de Tijuana, Baja California, fue asesinado de un disparo a la cabeza el candidato presidencial del PRI, Luis Donaldo Colosio Murrieta. Un hombre deschavetado se le ocurrió dispararle y provocó que miles de dedos apuntaran a la Presidencia de la República como el sitio donde salió la orden de liquidar al hombre que veía a un México con hambre y sed de justicia.
Y ahora, en septiembre, mataban a Ruiz Massieu. Tras su crimen, vendrían muchos acontecimientos más: la desaparición del diputado Manuel Muñoz Rocha, implicado en los hechos y que 20 años después ya fue sobreseída su búsqueda, la detención de Raúl Salinas de Gortari (señalado por el gobierno zedillista de haber sido el autor intelectual del crimen del acapulqueño), la huelga de hambre y el exilio de Carlos Salinas, el novelón de La Paca.
Después vino la implicación y detención de Mario Ruiz Massieu, de quien después se difundió que había muerto supuestamente en los Estados Unidos sin que nadie haya visto su cadáver. Muchos personajes, años más tarde, aseguraron haber visto vivito y coleando al hermano del exgobernador en lugares de Estados Unidos.
La noche que mataron a José Francisco Ruiz Massieu, al finalizar la jornada laboral, me quedé pensativo viendo el ir y venir de vehículos y gente que todavía caminaba pacíficamente en ese entronque de las avenidas Cuauhtémoc y Farallón.
Recuerdo a una de las secretarias que se me acercó y viendo mi rostro de preocupación me preguntó si necesitaba algo. Le dije que no que solamente estaba preocupado por el futuro de la entidad.
Y, desde su perspectiva, su respuesta fue golpeadora y real:
—No te preocupes, sobreviviremos a muchas cosas más.
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