El mundo estaba sumergido en las tinieblas, los dioses se reunieron en Teotihuacan y se preguntaron quién iba a tomar a su cargo la tarea de iluminar al mundo. El rico y presuntuoso Tecciztécatl declaró: “Yo lo haré.”
Era necesario otro candidato. Los dioses designaron, tal vez para burlarse, al pobre de Nanahuatzin, que padecía una grave enfermedad de la piel, pero aceptó.
Mientras los dioses encendían un gran fuego en un “horno divino”, los dos héroes se retiraron a la cúspide de una pirámide para consagrarse durante cuatro días la virtud y a la realización de ciertos ritos.
Las ofrendas del primero eran fastuosas, las del segundo risibles. Pero mientras que el primero ofrecía falsas espinas de coral rojo, el segundo ofrecía verdaderas espinas entintadas con su propia sangre. Antes de la prueba final, cada uno se preparó según sus medios, el primero con pompa y el segundo con sencillez.
Los dioses se formaron en dos filas, como una avenida que conducía al brasero divino. Cada candidato corría entre las dos filas y lanzarse a las llamas.
Nanahuatzin, más valiente, se lanzó a la primera, ganando la prueba. Su rival, azuzado por la vergüenza, lo siguió a las llamas, cuyo ardor había disminuido. Un águila y un jaguar se lanzaron tras él. Nació la costumbre de llamar a los guerreros valientes “águilas-jaguares”.
FUENTE: Fray Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas.
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