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Garrido Abreu, un general polémico, de respeto – SOCORRO, COCO, VALDEZ GUERRERO

¡Uy! Cómo no acordarme de los “Panchitos”, si hasta me mentaron la madre cuando pisé su región, en Álvaro Obregón, dijo con desparpajo el general, que buscó firmar la paz, con ese grupo que trajo en jake a la población, a bandas rivales y a la misma policía capitalina en los años 80’s.

Fue el encuentro del recuerdo y hasta del olvido.

Estaba entre cadetes, personal del ejército, legisladores y funcionarios cuando reparé en su pecho el distintivo ¡Abreu!

No observé bien que tenía inscrito ¡Garrido Abreu!

Su apellido me remontó al pasado.

Me llevó a los años ochentas, a abril de 1987, cuando los “chavos banda”, grupo de los más temidos no sólo de la región de Santa Fé, Observatorio y Tacubaya.

Su apellido, me hizo acercarme a preguntar su familiaridad con el titular de la policía en la administración del regente, Ramón Aguirre Velázquez.

Estaba bajo las escalinatas del recinto legislativo de Donceles, en el Centro de la Ciudad de México, con su impecable uniforme verde, firme y erguido.

Platicaba sonriente con quien se acercara y observaba el retiro de cadetes, sus caballos y militares, que engalanaron la ceremonia e inscripción en letras de oro con la leyenda, “2023, Año del Bicentenario del Heroico Colegio Militar”, al interior del Congreso capitalino, al que acudió su director, el también general, Jorge Antonio Maldonado Guevara.

Del ex jefe policiaco por allá de los 80’s, no recordaba el “Garrido”, menos el Ramírez y mucho menos aún, su nombre “José Domingo”.

Tampoco me vino a la memoria un pasaje que otro compañero me compartiría más tarde.

Es el general, me recordó él, que cacheteó a dos judiciales que abusaban de un ciudadano por un incidente de tránsito.

Me acerqué al general con el error de una falla de memoria.

Antepuse el apellido ¡Abrego! Notó mi turbación, me corrigió:
—Yo soy ¡Garrido Abreu! (José Domingo)
Los dos nos sorprendimos por el encuentro.

Ambos habíamos cambiado en 36 años y cómo no, yo tenía 24 años, hoy 60 años.

Lo saludé con gusto, porque a pesar del tiempo, yo recordaba muy bien ese pasaje que tuvo el general en la región de los “Panchitos”.

Una banda originaria de la alcaldía, Álvaro Obregón, asentada sobre cuevas y con una zona de constantes socavones, y de mucha delincuencia.

Cuando lo vi, me vino la imagen de su impecable uniforme azul, que lo caracterizaba como jefe de la policía capitalina y una fotografía guardada en mi álbum con él.

Poco recordaba la andanada de críticas que recibió como jefe policiaco, esa polémica en cada propuesta para controlar la delincuencia y también el reconocimiento por la defensa como general que hiciera de la corporación preventiva.

La cachetada a judiciales y varios proyectos policiacos para combatir la delincuencia de entonces, que incluyó recompensa a policías por cada hampón muerto, de hasta 100 mil pesos, se quedaba en la memoria urbana.

Me entró un extraño gusto verlo tan seguro, sonriente, tan afable y con su imponente traje de militar, que destacaba sus condecoraciones y sus distintivos por méritos.

Él no me recordó, rememoró el pasaje con los “Panchitos”.

Con ese grupo de jóvenes violentos que un tiempo trajo asolada varías zona del poniente de la capital del país, por sus constantes riñas con otras pandillas, contra policías y hasta venta de drogas.

En ese entonces, eran jóvenes melenudos, que andaban en grupo, se drogaban en las calle, escuchaban rock, y usaban chamarras negras con estoperoles.

A ellos, se les atribuía los robo que sucedían en la Ciudad de México, donde la policía preventiva no lograba controlarlos.

Platicamos de ello brevemente y de la entrevista que en aquella época le hice para “Cuestión”, un periódico meridiano y vespertino, filial de Ovaciones.

Ambos no mencionamos ese incidente con judiciales que le ganó respeto y admiración de muchos.

Fue una muestra contra el abuso de policías de un general, que personalmente bajó de su vehículo oficial, sin balizar ni uniforme y golpeó a dos agentes por maltratar a un ciudadano ante un incidente de tránsito.

Esos judiciales no lo reconocieron, lo rodearon, lo encañonaron, y los escoltas del general, los sometieron.

La verdad, mentiría, no es parte de mi memoria.
Lo que sí es su apellido y aquella entrevista.
—Sí, cómo olvidarlo. Él se refería al caso de los “Panchitos” y me confesó: ¡Me mentaron la madre!

Habían pasado 36 años de aquella entrevista, que en ese momento no recordé en qué sentido fue.

Era la época de los generales. De los abusos policiacos, igual que los de hoy, sin freno.

Sustituía, en aquel entonces, a Ramón Mota Sánchez.

Su llegada fue espectacular por ese caso de judiciales y otros, que no los tengo presente.

A él, le confesé tener guardada su fotografía del encuentro con los “Panchitos” y me comprometí a enviársela.

Sonrió y me abrazó. Compartimos unos momentos, y el gusto de aquella época pasada, hoy revivida.

Nos despedimos, volteo y con su dedo me tocó el hombro del brazo izquierdo, señalando mi tatuaje de pluma y las iniciales de mis nietos.
Bromeamos.

Me fui con la intriga del por qué lo hizo y del por qué tengo presente aquel pasaje de esa entrevista.

No encontré la respuesta de ambos incidentes.

Uno lo olvidé por completo, el otro, el del tatuaje, tal vez fue la expresión de un general, que en su interior tal vez pensó: ¡Te tatuaste!

Garrido Abreu, un general polémico, de respeto.

SOCORRO, COCO, VALDEZ GUERRERO

¡Uy! Cómo no acordarme de los “Panchitos”, si hasta me mentaron la madre cuando pisé su región, en Álvaro Obregón, dijo con desparpajo el general, que buscó firmar la paz, con ese grupo que trajo en jake a la población, a bandas rivales y a la misma policía capitalina en los años 80’s.

Fue el encuentro del recuerdo y hasta del olvido.

Estaba entre cadetes, personal del ejército, legisladores y funcionarios cuando reparé en su pecho el distintivo ¡Abreu!

No observé bien que tenía inscrito ¡Garrido Abreu!

Su apellido me remontó al pasado.

Me llevó a los años ochentas, a abril de 1987, cuando los “chavos banda”, grupo de los más temidos no sólo de la región de Santa Fé, Observatorio y Tacubaya.

Su apellido, me hizo acercarme a preguntar su familiaridad con el titular de la policía en la administración del regente, Ramón Aguirre Velázquez.

Estaba bajo las escalinatas del recinto legislativo de Donceles, en el Centro de la Ciudad de México, con su impecable uniforme verde, firme y erguido.

Platicaba sonriente con quien se acercara y observaba el retiro de cadetes, sus caballos y militares, que engalanaron la ceremonia e inscripción en letras de oro con la leyenda, “2023, Año del Bicentenario del Heroico Colegio Militar”, al interior del Congreso capitalino, al que acudió su director, el también general, Jorge Antonio Maldonado Guevara.

Del ex jefe policiaco por allá de los 80’s, no recordaba el “Garrido”, menos el Ramírez y mucho menos aún, su nombre “José Domingo”.

Tampoco me vino a la memoria un pasaje que otro compañero me compartiría más tarde.

Es el general, me recordó él, que cacheteó a dos judiciales que abusaban de un ciudadano por un incidente de tránsito.

Me acerqué al general con el error de una falla de memoria.

Antepuse el apellido ¡Abrego! Notó mi turbación, me corrigió:
—Yo soy ¡Garrido Abreu! (José Domingo)
Los dos nos sorprendimos por el encuentro.

Ambos habíamos cambiado en 36 años y cómo no, yo tenía 24 años, hoy 60 años.

Lo saludé con gusto, porque a pesar del tiempo, yo recordaba muy bien ese pasaje que tuvo el general en la región de los “Panchitos”.

Una banda originaria de la alcaldía, Álvaro Obregón, asentada sobre cuevas y con una zona de constantes socavones, y de mucha delincuencia.

Cuando lo vi, me vino la imagen de su impecable uniforme azul, que lo caracterizaba como jefe de la policía capitalina y una fotografía guardada en mi álbum con él.

Poco recordaba la andanada de críticas que recibió como jefe policiaco, esa polémica en cada propuesta para controlar la delincuencia y también el reconocimiento por la defensa como general que hiciera de la corporación preventiva.

La cachetada a judiciales y varios proyectos policiacos para combatir la delincuencia de entonces, que incluyó recompensa a policías por cada hampón muerto, de hasta 100 mil pesos, se quedaba en la memoria urbana.

Me entró un extraño gusto verlo tan seguro, sonriente, tan afable y con su imponente traje de militar, que destacaba sus condecoraciones y sus distintivos por méritos.

Él no me recordó, rememoró el pasaje con los “Panchitos”.

Con ese grupo de jóvenes violentos que un tiempo trajo asolada varías zona del poniente de la capital del país, por sus constantes riñas con otras pandillas, contra policías y hasta venta de drogas.

En ese entonces, eran jóvenes melenudos, que andaban en grupo, se drogaban en las calle, escuchaban rock, y usaban chamarras negras con estoperoles.

A ellos, se les atribuía los robo que sucedían en la Ciudad de México, donde la policía preventiva no lograba controlarlos.

Platicamos de ello brevemente y de la entrevista que en aquella época le hice para “Cuestión”, un periódico meridiano y vespertino, filial de Ovaciones.

Ambos no mencionamos ese incidente con judiciales que le ganó respeto y admiración de muchos.

Fue una muestra contra el abuso de policías de un general, que personalmente bajó de su vehículo oficial, sin balizar ni uniforme y golpeó a dos agentes por maltratar a un ciudadano ante un incidente de tránsito.

Esos judiciales no lo reconocieron, lo rodearon, lo encañonaron, y los escoltas del general, los sometieron.

La verdad, mentiría, no es parte de mi memoria.
Lo que sí es su apellido y aquella entrevista.
—Sí, cómo olvidarlo. Él se refería al caso de los “Panchitos” y me confesó: ¡Me mentaron la madre!

Habían pasado 36 años de aquella entrevista, que en ese momento no recordé en qué sentido fue.

Era la época de los generales. De los abusos policiacos, igual que los de hoy, sin freno.

Sustituía, en aquel entonces, a Ramón Mota Sánchez.

Su llegada fue espectacular por ese caso de judiciales y otros, que no los tengo presente.

A él, le confesé tener guardada su fotografía del encuentro con los “Panchitos” y me comprometí a enviársela.

Sonrió y me abrazó. Compartimos unos momentos, y el gusto de aquella época pasada, hoy revivida.

Nos despedimos, volteo y con su dedo me tocó el hombro del brazo izquierdo, señalando mi tatuaje de pluma y las iniciales de mis nietos.
Bromeamos.

Me fui con la intriga del por qué lo hizo y del por qué tengo presente aquel pasaje de esa entrevista.

No encontré la respuesta de ambos incidentes.

Uno lo olvidé por completo, el otro, el del tatuaje, tal vez fue la expresión de un general, que en su interior tal vez pensó: ¡Te tatuaste!

Ceprovysa

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