Salió del establecimiento, dejando atrás el ruido chillón de las puertas al agitarse en el aire como abanicos. Hasta fuera llegaba el olor de los productos y el aserrín del piso.
Debía ser poco después del mediodía, porque el sol, pasando al través de su translúcida camisa, quemaba inclemente.
Echó a caminar con laxitud de músculos cansados, rozando las paredes con el dorso de la mano. Advirtiendo en la acera una corcholata de botella, la arrojó lejos con la punta del zapato. En esos instantes, un flujo sedante acariciábale los sentidos; se figuraba ser el hombre más dichoso y feliz de la tierra.
Cuando llegó de a la esquina sintió en la parte del pie en que tenía agujerada la suela del calzado_, la humedad viscosa de una saliva. Como en esa calle estaba situada una tienda de radios, salía de ella el rumor adormecedor de una sinfonía de Mozart. Queriendo escuchar mejor, introdujo su índice en la oreja para extraerse una materia ceruminosa que fue a untar en el anuncio de la fachada. En uno de los escaparates, vio reflejada su figura: larga, magra, repugnante… El la miró con indiferencia, cual si tratárase de otra persona de las que transitaban a su lado; ni siquiera fue para ponerse detrás de la oreja el feo mechón que cubría sus ojos.
Cansado de ambular, decidió sentarse, acomodándose sin más ni más sobre el quicio de una puerta. La pierna derecha la estiró hasta obstruir casi media banqueta, y quedándose con la izquierda recogida, apoyó su rodilla una de sus manos. Sintiendo en los ojos molesto escozor, limpióse con las pringosas yemas las pitañas de sus párpados.
De improviso, un perro tuerto y cojo se le aproximó a lamerle la cara; sin perder la calma, apartó al animal como si espantara una mosca.
En la acera, esperaba el ómnibus una linda muchacha; los ojos del vagabundo se le prendieron como chinches a sus hermosas pantorrillas. Mas como le incomodaba algo para la perfecta armonía, agachó la cabeza, se puso la mano bajo la axila, y sacó con las pinzas de sus uñas un bichejo minúsculo que despanzurró – ¡Prac!- sin piedad entre sus rudos pulgares. En seguida, levantó la cara y el alfiler de su vista prendióse nuevamente sobre unas piernas de mujer, nada más que ahora pertenecían a una dama flacucha y patizamba.
Aburrido de mirar el frente, se contemplo los zapatos rotos; dos hormiguitas subían penosamente por los dedos de sus pies, deseosas de alcanzar cuanto antes la destrozada puntera. “Cuando lleguen a los tobillos los mato”, pensó tajante, sin despegar la vista de los pequeños insectos. De pronto, tuvo una idea “¿Si pudiera situar, frente a frente, a los piojos y a las hormigas? …” Pero, ¿Para qué?, además la cabeza le empezaba a dar vueltas, y, cuando quiso observar, otra vez a las dos hormigas, sólo encontró una.
Un anciano transeúnte, de bastón y bombín, le arrojó una moneda de cinco centavos; él lo miró extrañado, y sin dar las gracias, se guardó el dinero en el bolsillo. Como le afligía cierta duda, fijó la vista en las roturas de su pantalón, por una de las cuales, escapábasele la sucia rodilla. Después, sonrió comprensivo, ensanchándose más las roturas.
El polvo de un tapete que sacudía una sirvienta, lo hizo estornudar con estrépito. Al rato, pasó una mamá con su niño en brazos, como el bebé lloraba, la señora le dijo al pequeño en tono amenazador:
– ¡Cállate, o te regalo con este viejo!
Al irse a levantar para reanudar su camino, una dama lo detuvo:
-Oiga, le doy diez centavos porque me lleve un bulto; lo cargará usted nada más una cuadra. ¿Quiere?…
El hombre quedóse mirando con recelo a la distinguida mujer, por entre las greñas hirsutas de su cabello; luego, apretando la moneda que le regalaran minutos antes, meneó la cabeza en sentido negativo.
Los reproches que lanzó la señora, fueron apagados por el estridor de una bocina de automóvil. En tanto, la vista del aparente menesteroso, perdíase en el rodar de la carretilla unida al trole de un amarillo y destartelado tranvía de la “VILLA”
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