Feb/16/2024.
BAJO FUEGO
Mediación fracasada
José Antonio Rivera Rosales
En sigilo, los cuatro obispos de la Provincia Eclesiástica de Acapulco sostuvieron
encuentros con los jefes del crimen organizado con asiento en Guerrero. Esa gestión
resultó en un absoluto fracaso.
La información pudo conocerse debido a una entrevista de prensa concedida por el
obispo de la Diócesis Chilpancingo-Chilapa, José de Jesús González Hernández, quien de
manera sorpresiva reveló en una entrevista que los cuatro obispos de la zona, que antes
era conocida como Región Pastoral Sur, habían mediado con los criminales para abrir paso
a un proceso de pacificacion.
La intentona se implementó inicialmente en la Diócesis de Ciudad Altamirano, a cargo
del prelado Joel Ocampo Gorostieta, donde los obispos trataron de mediar entre los
líderes de La Familia, Jonny y Alfredo Hurtado Olascoaga, y el cabecilla de Los Tlacos,
Onésimo Necho Marquina Chapa.
Al principio la conversación fluyó con cierta ecuanimidad, pero después se atoró en lo
relativo al reparto de territorios. En el caso de estas dos formaciones antagónicas, el
problema fue una comunidad conocida como La Tuna, que en términos jurisdiccionales
pertenece a San Miguel Tototalpan pero está asentada geográficamente cerca de
Tlacotepec, base de Los Tlacos. De ahí ya no se movieron.
Los demás obispos, por su parte, hicieron lo propio con las áreas que les compete:
Dagoberto Sosa Arriaga por la Diócesis de Tlapa; José de Jesús González Hernández, en
Chilpancingo-Chilapa y el arzobispo Leopoldo Ortiz González por Acapulco. Los resultados
fueron nulos, o casi.
Con todo y el fracaso en que devino este intento, los cuatro obispos recibieron un
manifiesto respaldo de la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM) y de la Compañía
de Jesús, dos de las instituciones más influyentes de la Iglesia Mexicana, que mediante un
comunicado hicieron un llamado a no desvirtuar el esfuerzo de los clérigos.
Hay un antecedente de esta jugada de ajedrez de los obispos de la región sur: hace un
año, en febrero de 2023, durante una reunión de pastoral social, decenas de sacerdotes se
pronunciaron “contra la inseguridad que está provocando empobrecimiento económico,
cultural, ético, social y político” a la poblacion.
Esa fue un adelanto de la preocupación genuina que este tema despierta entre la
comunidad religiosa. El caso es que, con todo y ser una iniciativa plausible, los jerarcas
pecaron de ingenuos, por no decirlo de una manera más coloquial, al buscar una tregua de
todos los grupos delictivos que operan en Guerrero.
¿Por qué?
Pues porque se lanzaron a pacificar a los grupos delictivos -que no son propiamente
cárteles- sin un plan realista que permitiera obtener avances pequeños, pero
significativos, para impulsar una tregua de limitados efectos para la población -que
permitiera transitar en paz a la mayor parte de la gente, por ejemplo-, aunque quedaran
pendientes temas más delicados, como los homicidios por ejemplo.
Eso habría sido más deseable aunque menos espectacular. Pero, creyéndo tener la
suficiente solvencia moral, los jerarcas se lanzaron a conversar con los capos a los que,
muchas veces, les han bautizado hijos o celebrado nupcias, como ha ocurrido en casi todo
el país.
Pero ¡oh, decepción! Los jefes criminales antepusieron sus intereses a su fe, real o
supuesta. Y los obispos regresaron a sus diócesis rumiando su fracaso y con las manos
vacías. Pues qué esperaban. Si llegaron a creer que los capos son o eran sus a amigos, esta
experiencia debiera bastar para que entiendan que el crimen jamás va a ser amigo de
nadie. Es como pactar con el diablo: si lo haces, siempre vas a perder.
De los acercamientos entre el clero y el narco hay bastantes ejemplos. El nuncio
Girolamo Prigione, por citar unos de los más destacados, tenía una relación muy cercana
con los Arellano Félix (el cartel de Tijuana) que, según investigaciones, le daban regalos
caros al prelado.
Salvado el tiempo y las distancias, un sacerdote de la Costa Grande -que en algunos
casos actuó de común acuerdo con un muy conocido sacerdote de Acapulco- operaba
como mediador con secuestradores para pagar rescates con el fin de devolver con vida a
las personas plagiadas.
Uno de esos casos fue el del empresario Ron Lavender por quien se pagó un millón de
dólares -que los hijos no querían pagar con el argumento de que el secuestrado ya habia
vivido su vida-. El pago se hizo a través de esos sacerdotes y el empresario fue liberado
con vida.
Investigaciones de instancias federales permitieron saber que el sacerdote de la Costa
Grande era “recompensado” con una cantidad importante -una comisión, pues- que el
crérigo enviaba a su familia para evitar ser detectado. Asi las cosas con estos
representantes de la Iglesia Católica en México.
En el caso actual, desde febrero del año pasado hubo una expresión muy sentida de los
sacerdotes guerrerenses -muchos de ellos jóvenes de nueva generación, hay que decirlo-
que con angustia observan el daño que produce a la comunidad el crimen organizado.
Quizá eso animó a los obispos -representación formal del clero ante la sociedad- a
constituirse como una opción de pacificación frente a los choques entre los grupos
delincuenciales. Pero les faltó informarse.
Establecer una especie de pacto de no agresión entre los grupos delictivos -que sí es
posible- es una cosa, pero repartirse territorios, pues…
Una primera observación: los jefes del crimen organizado siempre te van a pagar tus
servicios, sea cual sea el favor o la mediación que les hagas, porque es una regla no escrita
que ellos mantienen inalterable desde que existe el narco en México. Los obispos, todos,
tienen probablemente una situación privilegiada, cada uno en su región, en la que son
procurados por los capos con algún tipo de canongía. Eso los convierte en clientes de la
delincuencia, no en pastores.
El objetivo de la delincuencia organizada es el lucro, razón por la cual caminan sobre el
filo de la ilegalidad para alcanzar sus objetivos cueste lo que cueste. En el caso de
Guerrero, el negocio de los chicos malos eran las drogas (marihuana, cocaína, heroína),
pero de unos cinco años a la fecha las cosas cambiaron.
El consumo de la marihuana declinó, la cocaína fue desplazada por la heroína, pero
posteriormente este última fue sustituida por los opioides sintéticos, en particular el
fentanilo, una droga barata y potente pero mortal: un promedio de cien mil adictos
norteamericanos mueren anualmente en los Estados Unidos, el principal mercado de las
drogas para los productores mexicanos.
Para dejarlo en claro: el negocio del narco se basaba en un producto (droga por lo
general), no en el control del territorio. Eso vino después.
En Guerrero no todos los grupos delictivos trafican con el fentanilo, negocio de los
grandes cárteles. Como consecuencia de la caída del mercado de la heroína, se desplomó
también la producción de la amapola, de la que se sembraban anualmente 25 mil
hectáreas en la Sierra Madre del Sur, lo que deba sustento a unas 110 mil familias en toda
la región.
Al no existir un producto lucrativo que vender, a los criminales no les quedaron más
opciones que expoliar a la ciudadanía. Inicialmente incursionaron en el negocio de las
concesiones de transportes, principalmente en el puerto de Acapulco, donde también
inició el cobro de piso entre 2010 y 2011. Esas decisiones cambiaron radicalmente las
cosas.
Surgió entonces la modalidad de la extorsión y el tráfico de personas, los delitos más
deleznables de toda la tipología delictiva del crimen organizado. Por eso es tan
fundamental el territorio, porque a partir de ese principio pueden controlar no sólo el
mercado extorsivo, sino la misma economía popular a través de un sobreprecio a
productos cárnicos, refrescos, cerveza y otras mercancías de primera necesidad.
En este contexto, claro que los jerarcas religiosos se iban a topar con pared a la hora de
gestionar la pacificacion.
En conclusión:
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