Una noche el padre Marocho, leía bajo la luz de una triste vela. En la soledad de su celda: disfrutaba de la grandeza del silencio, donde las pasiones se apagaban y sólo quedaba la razón.
Escuchó un ruido raro, que lo hizo volver el rostro descubriendo una mano negra cuyo brazo se perdía en la oscuridad de la noche. No lo inquietó, al contrario, estableció comunicación con quién perturbado su lectura.
“Ahora con una mano me acerca la vela para leer y con la otra me hace sombra, para que no me lastime la luz” dijo en voz pausada. Así, vino la madrugada… y ya no era necesitaba la vela: “Apague la cera y retírese. Si necesito algo, le digo”.
Mientras bostezaba, se oyó un ruido sordo de alas detrás de su cabeza, no distrajo su mente y desde la ventana, contempló un espléndido panorama. Las azoteas de las casas del barrio, la loma de Santa María y el cerro azul de las Ánimas, sirviendo de fondo al paisaje.
Una noche, víspera de su partida del convento al ir el padre Marocho a recogerse, vio la mano negra que apuntaba fijamente. El no hizo caso, porque ni tenía ni podía tener hambre de tesoros. Cerró sus ojos y se durmió.
Después de muchos años, un pobre, habitó la celda y de un modo quizás casual, o sabiendo la leyenda que leyó en los papeles del convento cuando era novicio de la orden de San Agustín; se halló un tesoro en el mismo lugar apuntado por la mano negra.
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