Vino a la mente el recuerdo de su primo, con quien compartió gran parte de su niñez, adolescencia y juventud; era como un hermano más: cuando murió le dejó vacío: irían a una fiesta, su pariente iría a un mandado y luego partirían a la diversión, no regresó. Hasta el día siguiente fue informado que estaba en La Cruz Roja inconsciente.

Se fue al nosocomio los doctores le dijeron que su familiar no tendría remedio, que avisara a sus padres porque tenía una arteria cerebral rota y le arrancaría la vida. Lo invadió la angustia: recibía la primera gran lección de la fragilidad del ser humano, de los caprichos del destino y de lo que es la infelicidad.

El requisito de ley actuó de inmediato y era exigente que un familiar presenciara la autopsia del joven fallecido, sólo él y su hermano estaban. Había agentes judiciales acompañando, fueron amables y solícitos, era el 30 de julio de 1968, en pleno movimiento estudiantil y el primo se puso mal en el Zócalo y pensaron que podría ser víctima del bazucazo en la prepa 3, que ocurrió esa noche.

Las manos diestras destazaban el cuerpo de su pariente, fue terrible verlo mutilado y le explicaban los especialistas cómo el aneurisma cortó la vida de su primo a los 20 años de edad.

Reprimía el llanto que lo laceraba; durante muchos años lo vería en sus sueños. Lo asediaba, le hablaba y lo invitaba al mundo donde se encontraba y se negaba a ir con él. Lo recordaba alegre, burlón, un poco inocente y de nobleza excepcional.

Hasta que el tiempo curó la herida, nunca ha olvidado al muchacho, compañero de la infancia y juventud, pero lo dejó tranquilo, su mente lo apartaba del recuerdo lastimero sin perder el afecto ni la nostalgia de su inseparable amigo desde los inicios de su vida. Federico de la O, primo amado, nunca te olvidaré.

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