Cada minuto que transcurría significaba para Faustino el estiramiento de un suplicio indefinible. Sus ojos de niño preferían cerrarse frente a las visiones infames que se desarrollaban al otro lado de la puerta. En silencio, regresó a su lecho. “Esperaré a que duerman”, se repitió, acostándose boca abajo sobre el montón de sillas de montar.

Una desesperación imponente se revolvía dentro de su pecho. Hasta sus oídos continuaban llegando los apagados gritos de su madre, de consuno con el chasquido de la cuarta, al flagelar la materna carne, y la risa de Macario López, sardónica y brutal, de insatisfecho sadismo.

Faustino mordía con rabia uno de los estribos de cuero; se imagina morder al feroz cabecilla y oprimía los dientes al con máximo furor.

Un ruido súbito le hizo alzar la mirada. En medio de los costales de maíz, el soldado de guaraches se desperezó con un bostezo cómico, gutural, felino. Entonces Faustino lo reconoció; era “El Tejón”, el cual, dejando a un lado su carabina, se quitó el destejido e hilachento  sombrero de petate para rascarse los piojos.

Luego, tomó una botella que estaba en el suelo, le despojó el olote que tenía a guisa de tapón y se la empinó de un sorbo. La botella vacía rodó a sus plantas. Se incorporó con el cuerpo tambaleante. Al percatarse de los susurros que salían de la recámara de “su Coronel”, sonrió maliciosamente y se acercó con avidez a fisgar por una hendidura de la puerta. Sus ojos se abrieron desmesurados y del labio inferior, colgante y grueso, empezó a fluir una espesa baba.

Sin dejar de espiar ni un instante, llevose la mano derecha a su calzón, cual si fuese a efectuar una apremiante necesidad y sucedió un acontecimiento que Faustino ignoraba en absoluto.

“El Tejón” principió una maniobra absurda, que lo hacía suspirar y poner los ojos en blanco. Las pantorrillas le temblaron con mayor vibración, a tal grado que tuvo que retirarse nuevamente sobre los costales de maíz, y arrojarse en ellos desfallecido y blando.

El corazón de Faustino palpitaba nervioso, de sorpresa y de pasmo. Un remolino de incertidumbres lo arrastraba en su vorágine.

Al rato, el centinela roncaba beatíficamente. Los murmullos del dormitorio abrían un paréntesis de reposo. Faustino decidió tornar al acecho. Reptando en la penumbra, alcanzó la puerta; su vista se prendió de la rendija. En el interior, los dos cuerpos permanecían inmóviles, como si el exceso de violencia los hubiera postrado en un letargo. Macario dormía con la cuarta en la mano; el pequeño látigo, sujeto a la muñeca, pendía al desgaire hasta tocar el piso.

Suavemente, Faustino empujó la puerta. Un agudo chirrido estremeció la médula de sus huesos. Se detuvo como petrificado. El miedo a que “El Tejón” o su cabecilla despertaran, lo enfermaba de angustia. Esperó un largo rato que le pareció eterno. Lejanos aullidos de coyotes surcaban el nocturno silencio de la serranía.

Recobrando aplomo, el niño adelantó unos pasos. Se había descalzado los guaraches; el tacto de sus pies percibía la tenue humedad del piso de ladrillo, y hasta los parvos resquicios. “Este ladrillo está roto·, se dijo, introduciendo el dedo gordo en el hoyo. Luego, con la uña del pie comenzó a frotar el borde de la rotura, para así suscitar un mínimo ruido, semejante al que hacen los ratones. En tanto, su diestra asía con vigor el mango del cuchillo. De improviso, le saltó una duda. ¿Qué iba a hacer? ¿Iba a matar?… Ahora que Macario dormía ya no le inspiraba a Faustino el deseo de venganza. Era como si todos los sentimientos de odio que abrigaba momentos antes, cuando aquel golpeaba a su madre, hubieran totalmente desaparecido. Ahora que tenía a Macario a solo dos pasos de su cuchillo, le faltaba ánimo para convertirse en verdugo.

Entonces, el niño evocó la muerte de su padre. “A él le metí el puñal porque lo quería y no me gustaba verlo sufrir… Pero, a éste no lo quiero, lo odio; por él perdí a mi padre y a mi madre… ¡Cómo la golpea y la hace sufrir! Yo no quiero que sufra… Que no sufra… Por eso tengo que matarlo… Para que mi madre no sufra”.

Como si hubiera resuelto un problema, sacó el dedo de la cavidad del ladrillo y avanzó serenamente. En esos instantes, Faustino empezaba a sentirse mayor. Tenía la íntima certeza de hacerse hombre: un macho grande y poderosos, con ayuda  de ese cuchillo que empuñaba con osadía. También él, si quisiera, podía obligar a besar su puñal, para luego destrozarle la lengua y la garganta; ahí por donde brotaba aquella risa ruin, sarcástica y odiosa, para cegarla como una mala yerba, de esas que destruyen las buenas siembras de los campos.

Faustino se situó hasta tener a Macario al alcance de su cuchillo. Observó detenidamente el rostro del cabecilla. Lo que mentían las cosas: dormido, el semblante del sádico era de una expresión dulce, casi angelical; el torvo ceño se suavizaba hasta desaparecer, y sus fauces, tan semejantes a las del zorro, adquirían durante el sueño una placidez augusta, casi bella. ¡Lo que mentían las cosas!

De repente, el niño tuvo un sobresalto. “¿Si se despertara en estos momentos, qué le diría yo?… ¡Hummm!… le contaría que había venido nomás a ver a mi mamá… ¿Y si me ve el cuchillo?… Pues le digo que se lo traiba a regalar…”

Faustino enfocó la vista al pecho de Macario; una breve ondulación agitaba la tela de su camisa. “Allí mero·, pensó. Enseguida, alzó el brazo con el puñal en alto. Se detuvo un instante para oprimir el arma con ambas manos y tomando impulso, descargó el golpe.

El cabecilla pegó un berrido de bellaco y crispó su rostro en actitud hostil, la misma que solía adoptar ante los hombres y las cosas. Engracia, la madre de Faustino, despertó aterrorizada. Al contemplar la sangrienta escena, gritó despavorida.

-¿Qué ha pasado, hijo? ¡No! No debías haberlo matado. ¡Tú no debes matar! … ¿Tú no debes matar!- Y le arrebató el arma llena de indignación.

La puerta se abrió bruscamente y apareció “El Tejón”; ofuscado de ansiedad se acercó hasta el lecho de su “Coronel”; hizo un gesto de espanto y de alegría a la vez y salió veloz, lanzando juramentos.

Madre e hijo se quedaron azorados, sin saber qué hacer. Faustino miraba asustado su obra, con idéntica culpabilidad que los niños sienten al cometer una travesura. Entre tanto, Engracia lo amonestaba en tono severo_

-¡No debes matar nunca, hijo!

De pronto una avalancha irrumpió en la habitación. El tropel de hombres con las carabinas en la mano se quedó atónito. “El Tejón” venía de frente y aullaba desafinado:

-¡Han matado a mi coronel!

Uno de los del grupo chilló colérico:

-¡Jué la vieja; nomás fíjate el cuchillo que trai!

-¡Vamos a colgarla! -barbotó una voz aguardientosa

-¡Zaz!… ¡Vamos a colgarla!

-¡A colgarla!

-¡Yo la cuelgo!

-¡Todos la colgamos!

La ola embravecida se les venía encima. En un súbito arrebato, Faustino les cerró el paso llorando:

-¡Yo jui el que lo maté!

Pero la avalancha la arrolló implacable. Las enormes suelas y los rudos tacones sentialos pasar sobre su caído cuerpo. Hacía intentos por levantarse para auxiliar a su madre. Mas las terribles pisadas lo sujetaban contra el suelo.

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