Luego de un lapso de tortura indecible, la turba dejó de pisotearlo. Sangraba de la cara, de los brazos y de las piernas, incorporándose con dificultad luchó por ponerse en pie.

Todos sus huesos sentíalos molidos. Quiso correr hacia fuera, donde se oía el ulular de la gavilla, pero al dar el primer paso, se cayó de costado. Experimentó la sensación de tener una de sus piernas tan blanda como el algodón, igual que si careciera de la elemental solidez motriz.
En tanto, a cada segundo, el griterío de los vándalos se acrecentaba ensordecedor como si estuvieran en un rito de sacrificios humanos. Movido por secretos resortes. Faustino se levantó y a saltos, con la pierna sana, salió hasta el portal de la casona.
Lo que vieron sus ojos aquella noche tenía el poder de la estereotipia. En alma viva le quedó grabada, para toda la vida, aquella estrujante escena…
Encerrado como fiera en el separo de la Delegación, Faustino se debatía encolerizado al recordar la salvaje escena. ¡Ah! Ni una mordedura de culebra hubiera sido capaz de mayor daño…
Se levantó presto del húmedo rincón. Asomó la cara sudorosa por el minúsculo boquete de la puerta metálica; apenas si su frente y nariz cabían por el estrecho rectángulo.
Buscaba con ansia inaudita algún mínimo reflejo que anunciara la claridad del día. En vano: porque la noche seguía tan negra como su destino. Nunca como ahora habíale parecido la noche tan negra y tan tormentosamente larga. Era como la noche postrera en que se encontraban todas las noches del universo.
De momento, pareció sorprender, al otro lado del patiecillo, en la puerta del fondo, una sombra humana. Al punto, gritó:
-¡Agua!… ¡Agua, por favor!
La sed le escocía los labios, la lengua, la garganta, las entrañas mismas.
-¡Agua!… ¡Agua! -repitió anhelante
La sombra, embozada en un capote de gendarme, lanzó una burlesca risotada, y desapareció en las tinieblas.
“Son como demonios” -pensó Faustino- “¡Todos! ¡Todos son así!”
Y flexionando las piernas, fue encogiéndose hasta quedar nuevamente sumido en el rincón, donde, atenaceado de espanto, veía el patético desfile de las escenas de su vida…
En medio de las tinieblas, oyendo solo el jadeo febril de su respirar y los puñetazos irascibles de su corazón, sin saber porqué, empezó a comprender la inutilidad de sus crímenes. En sus ropas y sus manos aún sentía la sangre del homicidio: la sangre de su compadre Crispín, la más reciente de sus víctimas. ¿Para qué?… Nada había conseguido con ello. Nada era eficaz para vengar las íntimas afrentas. Nada que borrara la crueldad sufrida en su infancia. ¡Nada!

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