En el Día Mundial de la Alimentación, el CIMMYT y sus socios en México impulsan acciones científicas y territoriales que fortalecen la capacidad de producir alimentos sostenibles y proteger la biodiversidad agrícola.

En el Banco de Germoplasma del CIMMYT se resguardan más de 28 mil accesiones únicas de maíz. La diversidad genética conservada aquí es la base para desarrollar variedades adaptadas a sequía, plagas y altas temperaturas.

Texcoco, Estado de México.– La seguridad alimentaria mundial se enfrenta a una ecuación cada vez más frágil. Sequías prolongadas, lluvias impredecibles y degradación de suelos reducen el potencial productivo de millones de hectáreas. En México, donde el maíz y el trigo son base del consumo y de la economía rural, el reto no es solo producir más, sino producir bajo condiciones cambiantes.

Frente a ese panorama, la ciencia emerge como una herramienta de adaptación. En CIMMYT, décadas de investigación en mejoramiento genético, agronomía y sistemas de cultivo se combinan para responder a una pregunta clave: ¿cómo garantizar que las comunidades agrícolas a nivel global sigan cultivando y alimentándose en un entorno climático cada vez más incierto?

La adaptación comienza con la diversidad.
En el Banco de Germoplasma de CIMMYT se resguardan más de 28 mil accesiones únicas de maíz y 124 mil de trigo, conservadas a temperaturas bajo cero. Cada una encierra siglos de conocimiento y selección campesina, y representa una reserva genética invaluable para enfrentar los desafíos del futuro: resistencia a enfermedades, calor extremo y escasez de agua. Este patrimonio biológico es la base sobre la cual se construyen las soluciones científicas que sostendrán la seguridad alimentaria en las próximas décadas.

En 2020, productores de Kantunil, Yucatán, solicitaron semillas colectadas en su municipio hace más de 80 años. Al volver a sembrarlas, comprobaron su vigor y adaptabilidad. Lo que parecía una anécdota científica se convirtió en una lección de futuro: la diversidad genética es la materia prima de la resiliencia agrícola.

“Cada semilla guarda estrategias evolutivas que podrían ayudarnos a enfrentar condiciones futuras que todavía no conocemos”, explica Cristian Zavala, coordinador del Banco de Germoplasma del CIMMYT.

Ese mismo principio guía la creación del Banco Estatal de Semillas de Oaxaca, impulsado por la Secretaría de Fomento Agroalimentario y Desarrollo Rural (SEFADER) en colaboración con el CIMMYT. El objetivo no es solo conservar variedades nativas, sino asegurar que sigan siendo útiles y disponibles para los agricultores del futuro.

El banco trabaja con comunidades locales para clasificar, reproducir y evaluar las semillas en campo, garantizando que mantengan su capacidad de germinar y producir en ambientes variables. La meta: evitar que el cambio climático y la pérdida de diversidad genética comprometan la soberanía alimentaria del estado.

“Las semillas son una forma de soberanía”, dice Víctor López Leyva, titular de la SEFADER. “Si perdemos nuestra diversidad, perdemos la capacidad de alimentarnos por nosotros mismos.”

El CIMMYT no solo conserva la diversidad: la transforma en innovación.

El trabajo de sus programas de mejoramiento genético y agronomía conecta directamente el conocimiento científico con las necesidades de las comunidades rurales en campo.
A partir de la información contenida en el banco de germoplasma, los equipos de mejoramiento identifican y combinan características clave —tolerancia a sequía, resistencia a plagas, eficiencia en el uso de nutrientes— para generar variedades más adaptadas a las nuevas realidades climáticas.

La ciencia agronómica, por su parte, se encarga de llevar esas innovaciones a condiciones reales de cultivo. Los investigadores validan prácticas de manejo del suelo, rotación de cultivos, densidades de siembra y uso eficiente del agua. En conjunto, el mejoramiento y la agronomía permiten que la semilla correcta, con el manejo adecuado, impulse verdaderamente la seguridad alimentaria: no solo porque produce más, sino porque produce mejor, con menos agua, menos riesgo y más estabilidad.

La ciencia del CIMMYT llega al territorio a través de su red de Hubs de innovación, donde investigadores, técnicos y productores prueban en campo la combinación más efectiva de semillas, manejo agronómico y prácticas sostenibles.

La ciencia que conecta territorios

Todo ese conocimiento llega al territorio a través de la red nacional de Hubs de innovación agrícola, el modelo del CIMMYT que articula ciencia, política pública y práctica local. Los Hubs funcionan como laboratorios vivos donde productores, técnicos, instituciones y empresas prueban variedades, manejos y tecnologías en condiciones reales.

En el norte, las alianzas con productores de trigo y maíz en Sonora buscan sostener rendimientos con un uso más eficiente del agua y los fertilizantes. En el centro, se trabaja en conservación de suelos y capacitación técnica. En el sur y sureste, las comunidades fortalecen sus sistemas milpa y adaptan prácticas agroecológicas para resistir eventos climáticos extremos.

Además, el CIMMYT ha ampliado su enfoque hacia cultivos alternativos —como mijo, sorgo, garbanzo, ajonjolí o frijol guandú— con alto potencial de adaptación a calor y escasez hídrica. Diversificar no es una moda, sino una estrategia de supervivencia: una forma de reducir la vulnerabilidad y ampliar las oportunidades productivas y nutricionales en las zonas más expuestas al cambio climático.

Invertir en conocimiento para asegurar el alimento

En la ecuación global del hambre y la crisis climática, la ciencia es el catalizador que permitirá transformar los sistemas agroalimentarios hacia modelos más resilientes y sostenibles. Invertir en investigación, innovación y extensión agrícola no es un lujo, sino una estrategia inteligente para proteger el futuro y garantizar la seguridad alimentaria.
Cada banco de germoplasma, cada variedad mejorada, cada práctica de manejo sostenible y cada suelo que recupera su capacidad de almacenar carbono representan un avance tangible hacia la resiliencia del campo y hacia sistemas productivos capaces de adaptarse a los desafíos ambientales y sociales del siglo XXI.

La meta es clara: que cada productor cuente con la semilla adecuada, las prácticas de manejo apropiadas y la información necesaria para sostener su producción frente al cambio climático. Esa es la base real de la seguridad alimentaria: conocimiento que se adapta, se prueba y se multiplica en el territorio. Proteger la seguridad alimentaria no se trata solo de producir más, sino de producir mejor, en equilibrio con los ecosistemas y con el suelo como aliado estratégico. Implica invertir en ciencia, financiamiento verde y políticas públicas que fortalezcan la resiliencia del campo y aseguren que la producción de alimentos siga siendo posible en un planeta que está cambiando.

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