Cada vez que la veía aparecer en el foro, retiraba la vista de las notas musicales para mirarla extasiado; su débil corazón de viejo, dócil al incentivo le golpeaba el pecho con violencia. Entonces su mano estrangulaba furiosa el cuello del contrabajo y los dedos de su diestra torturaban las gruesas cuerdas, sucias y gastadas, para extirparles el quejido ronco de sus entrañas.

Tocaba en forma tal, que los trémolos parecían brotar de lo profundo de su alma en un total desgarramiento. Al compás de sus anchos y patéticos ¡Dum-dam!, las desnudas extremidades se agitaban en el aire levantándole el polvo del entarimado.

Ella era una bailarina de segunda, que, por razones de estatura, le tocaba danzar en el extremo izquierdo del escenario, y a él, por la natural distribución de la orquesta, le correspondía el lugar que precisamente quedaba debajo de ella. A esta asociación de circunstancias debíase el extraño contrapunto.

La improvisada carpa se hallaba situada uno de los arrabales más populosos de la metrópoli; allí acudía noche tras noche la gente buscando un lenitivo a su aburrimiento, ahita de alcohol y de rutina. Para ojos poco sensibles el espectáculo resultaba divertido; el público reía sin descanso y hasta lanzaba cuchufletas a los artistas, que más traza tenían para interpretar dramas de Gran Guiñol que para revistas frívolas.

Mientras los espectadores contemplaban el conjunto de bailarinas, el viejo del contrabajo sólo veía a una, y la constreñía con su mirada desde la suela de las zapatillas a los cabellos rubios; su cara tomaba la expresión lastimosa de un perro hambriento y sus dedos se crispaban sobre las cuerdas negras de cascados sonidos.

Su lamentable ancianidad se atormentaba ante la blanca juventud de la hermosa bailarina que se erguía a tan corta distancia de su cabeza, mezquina y sin pelos. Impotente, y presa de una tiránica desesperación, tenía deseos de reducir a pedazos su apolillado instrumento; romperlo en medio de la expectación general para desahogar su ira, ya que con las cuerdas no conseguía expresar su íntima congoja.

Pero, bien sabía que ello le hubiese acarreado a la postre ingratas consecuencias. Y optaba mejor por bajar la vista al cuadernillo de las notas musicales, prendido el atril mohoso y derrengado.

Más aquella noche, estaba resuelto; imposible sufrir por más tiempo. Un rayo de sol alentaba el invierno de su vida. Como no tenía abrigo, se tapó con su bufanda el anguloso cuello y metió las manos en sus bolsillos del pantalón: dentro de la bolsa, sus dedos acariciaron arrugados billetes -el sueldo de tres semanas-; el contacto del dinero fortaleció su espíritu.

Esperó en la esquina a que salieran las artistas. Automóviles del último modelo aguardaban a algunas de ellas. La impaciencia y el frío martirizaba su espalda. Al fin. La vio venir; las piernas le temblaron; un abrigo elegante cubría el maravilloso cuerpo.

– Chelito, Chelito… -musitó tímido. Ella volvió el rostro desdeñoso.
– ¿Usted, don Toribio?
– Chelito… un… regalo… -y le mostró el dinero entre sus dedos enjuntos…

El viejo del contrabajo, ya no observa el escenario, ahora una punzada aguda, con las faz más triste y amarilla que nunca, solamente atiende las notas de pautado papel. Sus dedos, descarnados y sin ánimo, apenas si conmueven la dureza inexorable de las cuerdas.

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