-A Apolinar Sánchez Vázquez y Pepón,
con quien compartimos
soles y pozoles en los años setentas.
Cuando camina, Poli siempre se va de lado.
Cada vez que corre y brinca, su pierna izquierda vuela como paloma alborotada, papalotea y regresa como desplumada porque está amarrada a una armadura de fierro viejo que con alambre oxidado le hizo doña Pancha, su mamá.
No lo vacunaron a tiempo, tiene poliomielitis por eso su médula espinal no está al 100, y pese a la adversidad de cada día, el mismo se aplaude y alza su diminuta pierna para darse ánimo siempre que cae al suelo, o cuando se levanta porque diariamente se duerme mirando hacia las estrellas desde su deshilachado petate.
A veces, se ve cansado pero no rendido. Se siente un roble, no se dobla ni se quiebra. Su pie y pierna son como una varita de nardo, es apenas la mitad de carne del muslo derecho que está sano y salvo.
Siempre en caída libre, pero nunca se da por vencido ante los empujones a ras de cancha, se levanta tembeleque con su calzón ensuciado de tierra roja, escucha el griterío y ha visto pasar sobre de él, los pies nejos de sus compañeros y adversarios que juegan la “cascarita” de fut, bajo un frondoso nanche que 20 años atrás había sembrado don Ángel.
Su enfermiza pierna tiene cicatrices punteadas con exactitud, como si hubieran tejido unos huaraches. La mitad de su tierna y triste infancia la ha vivido en el hospital, desayunaba jarabes y pastillas, comía inyecciones y cenaba sueros. Siempre olía a la sala de Urgencias del Seguro.
El día que lo dieron de alta, como premio a su resistencia, su madre le regaló una nieve de coco. Empujando una carretilla que llevaba un pesadísimo bote rojo, esta señora güera, se ganaba la vida vendiendo estos crujientes conos bañados con cucharadas de limón y coco escarchados, pero en los abriles, seguro había nieve de mango, que preparaba don Eloy, padre postizo del buen Poli.
La nieve también era la fuente de las medicinas, todas de patente, y había que madrugar diariamente, domingos y días festivos, para poder comprarlas para su larguísimo tratamiento, y Poli lo sabía, por eso cuando salía de la escuela, ayudaba a trabajar.
Nunca disfrutaron de vacaciones, pero sí supieron de ellas porque el puerto se abarrota de turistas y venden más, sobre todo, con el calor de la Semana Santa, por eso había que aprovechar todas las temporadas de descanso.
Así con el sol sobre sus espaldas, pasaban por las ruinas del Paseo del Pescador rumbo a las playas Honda y Manzanillo, donde la carretita colorada se atascaba entre la arena caliente, los cangrejitos tostados por el sol y las conchitas de mar.
II
Cuando la doña enfermaba, Apolinar cambiaba de giro. Cajita en manos, vendía chicles en la Sinfonía del Mar y su ruta terminaba en La Quebrada.
Con entusiasmo, se esperaba hasta el clavado que protagoniza el intrépido clavadista “La antorcha humana”, justo a las 9:15 de la noche, porque a esa hora la goma de mascar se vendía como pan caliente.
Pero su jornada terminaba cuando pagaba los panes que por la tarde su amá pedía fiado. Doña Pancha estaba rechoncha, que bien apenas se llenaría con 20 de sus favoritas conchas de chocolate y un litro de café. No tenía tazas, le gustaba tomar su café en pequeños botes de chiles en vinagre que remachaba, aunque llevaba tiempo en usarlos, aún se enchilaba.
El chispeante niño casi a la medianoche, bajaba del horcón de en medio de su casa, un morral con sus libros –cuando los maestros no se enfermaban, no hacían paros y las clases eran en carne y hueso-, tenían la imagen de La Patria, y para no ensuciar a esa mujer de túnica blanca, los forraba con periódicos de la época “Trópico” y “La Verdad de Guerrero”. La portada de su libro de Historia y Civismo daba cuenta de unas ocho columnas que con letra de molde atraía a la curiosidad, el morbo en todo su esplendor: “Flecharrojazo”, con 37 muertos, dos heridos y… el chofer chófer huyó “con rumbo desconocido”.
Ya cuando tenía la greña brava, se sometía a la tenebrosa tijera de tía Cleta, luego de hacerles corte de pelo a sus hijos Delfino y Ángel, seguía el Poli.
La doña le cortaba el pelo a los mocosos del cerro por donde Diego Rivera dejó unos murales en Acapulco. Su técnica de estilista de los pobres era muy sencilla, colocaba sobre la cabeza de los niños una jícara que por las mañanas ocupaba para beber su atole; pasaba con cuidado sus oxidadas tijeras “Barrilito”, sobre el borde de la jícara, a todo lo que da… y listo. El niño que sigue.
Solo se salvaban las orejas, quedaban tuzados, sus cabezas lucían como sombreros de vietnamitas.
III
Si de trabajar se trataba, el chiquillo le entraba a todo. También era mandadero. Puntual como relojito Omega, llegaba al sitio donde en punto de las dos de la tarde, pasaba don Moy con su chiquihuite de tortillas. La polvareda era el inequívoco anuncio de la llegada del carrito con las calientitas provenientes del cerro de La Mira.
Poli traía montón de bolsas porque sus vecinos le encargaban a cambio de propinas. Ya con sus bolsas llenas, hasta más se pandeaba cuando pasaba casa por casa cobrando sus gratificaciones. Todavía se podía comprar desde 20 centavos de tortillas, el kilo costaba 60; la “Yoli” se vendía en 40 y a 3.50 el litro de leche “Lala”.
Sin duda alguna otra de las chambitas de ese chamaco ejemplar, era la de arrear chivos. Junto con Mony y Pepón –con su inseparable perro salchicha “Cariño”- pastoreaban a “Torcuata” e “Higinio”, había mucho monte, a los chivos les gustaba las ramas de huamúchil, y aunque no les pagaban, a cambio, doña Cuca la dueña del par de chivitos les regalaba pozole. Al paso de poco tiempo, nació “Nachita”, una chivita que parecía bola de nieve.
Por descuido de los inexpertos arrieros, en cierta ocasión, los cabritos se metieron a comer las plantas de unas macetas de ornato del legendario hotel “Sans Souci”, y como en Pamplona, provocaron la corredera de empleados y de homosexuales, puesto que en esta hospedería fueron los precursores del “show travesti” en Acapulco. Don Atilano, asustado y presuroso, avisó de la mini pamplonada en Acapulco.
Pepón y Mony, atacados de la risa al ver que los chivos habían saqueado los vestidores y traían masticando pelucas y plumajes multicolores que esos hombres raros usaban de adorno cuando al caer la noche el “Sans Souci”, se convertía en cabaret y la música se escuchaba hasta el Zócalo.
“La Lorena”, “Sandy” y “La Contrecha”, eran las estrellas que brillaban bajo la cabaña de palapa donde se respiraba el fresco aire proveniente de la playa “La Angosta”. Había como una docena de esos individuos que tenían la voz como las mismitas Donna Summer, Gloria Gaynor y Silver Convention.
Encabritada ese día de castigo, doña Cuca no les dio pozole a sus arrieros.
IV
Al chamaco se le inundan sus ojos de lágrimas cuando su banda de la calle Inalámbrica organizaba la reta para jugar futbol, se abraza del viejo balón ponchado que pronto rodará, pelota que nunca pudo cabecear por su enfermiza pierna que no le respondía como a los demás a sus intentonas de gambetas.
Con la vista al cielo, los peloteros miraban atentos el desplome de la moneda de 20 centavos de cobre, unos le apostaban a que cayera del lado de la pirámide del Sol, acuñada en 1973, y otros del lado del águila, eran los voladitos para escoger la portería, jugadores y por supuesto el ansiado saque inicial.
Así se armaban los bandos pero Poli siempre se quedaba solo, nadie lo quiere en su equipo, y es que ninguno quería perder porque decían que “El Poli” no está completo, o que era ave de mal agüero, algo así como la oveja negra del rumbo.
Eso sí, todos lo querían para mandarlo a poner las porterías. Eran dos piedras de cada lado, a las que tenía que marcar cinco pasos, y siempre le quedaban chuecas y cada vez que pasaba un carro también le gritaban para que las quitara.
Pero no se da por derrotado, el compañerito se convierte en recogebalones del miniestadio, de las interminables retas en esa legendaria calle de terracería donde Poli aguantaba las pesadas burlas de sus vecinitos, de “güilo” no lo bajaban, tuvo mil apodos, como “El dólar”, y cuando alguien se cansaba, solo hasta entonces, le daban chance de jugar.
Saltaba de gusto cuando empezaban a brotar los cansados, le echaba ganas pero sus pies chutaban la pelota hasta el segundo o tercer intento, “Patachueca” le gritaban para que diera pases pero tardaba segundos eternos para avanzar.
Una tarde de domingo, el equipo del inquieto chamaco estaba casi derrotado, todos sus compañeros estaban rendidos, pero de pronto, en una de sus resbaladas, quien sabe de dónde sacó fuerzas, pero con la velocidad de la luz se quitó la prótesis casera y se levantó en menos que canta un gallo, cuchareando la pelota que peinó a “El Coquero”, el portero estrella del barrio para anotar un gol de oro que asombró a todos.
“Goool olímpico”, alguien gritó. Hasta lo alzaron en hombros, los perros que veían el partidito, capitaneados por “Nerón”, le iban ladrando de gusto rodeando al diminuto “Rey Pelé”, al tiempo que sus amiguitos echaban porras ante el naciente “¡Patabendita!”.
Su equipazo ganó la apuesta de esa reta, y luego festejaron con tres heladas pepsicolas y un peso de galletas “Marías”, eso costó esa memorable victoria, la madre de todas las cascaritas del rumbo.
De ahí para adelante, desde esa chiripada, ya ni echaban volados, todos querían jugar al lado de “El Patabendita”, se lo peleaban. Lo llegaron a comparar con “El gato Marín”, Borjita o el “Centavo” Muciño.
Y hasta nunca armadura de fierros retorcidos, caldo de cultivo del tétano, y también adiós lágrimas porque el gran Poli nos enseñó que hay que enfrentar sin descanso la adversidad, por su firmeza el mismo era el desastre andando, ganándose así mismo.
Con su tenacidad contagiada de polio, nos demostró que la mejor medicina en la vida es tener una sonrisa y el corazón siempre echado para adelante.