Rostro adusto y voz profunda, Ángel Aguirre Rivero esperó con paciencia el quiú (cue, en inglés) para comenzar a leer el mensaje del final de su gobierno en la televisión nacional. Seguramente para él fueron los minutos más largos de cualquiera de sus conferencias de prensa o anuncios públicos o giras de trabajo a los que acostumbraba llegar tardíamente.
Callado, con la mirada recorrió no solamente la más de una docena de micrófonos con cubos de múltiples nombres. También observó, brevemente, las reacciones de todos los reporteros que acudieron a la convocatoria pública (actitud extraña en la política aplicada por su jefa de prensa) para periodistas.
Antes, enfundado en su traje negro con corbata gris, Aguirre Rivero arribó a la pequeña mesa cubierta con el paño verde. Con sus pasos casi a rastras y su caminar con los brazos colgados hacia adelante, mostraba esos momentos de una tremenda presión sicológica personal. Y lentamente, tomó el asiento y lo separó de la mesa para sentarse frente a las cámaras.
En sus manos llevaba las cuartillas de aquel mensaje que tanto habían añorado sus enemigos políticos y hasta sus propios compañeros de partido que se sintieron desplazados por todos sus familiares en cargos públicos y en la nómina oficial.
El amplio salón de Casa Guerrero se empequeñeció ante el tamaño del anuncio hecho por el nativo de Ometepec. Dicen que, en los momentos más difíciles, el saludo no se le niega a nadie y Aguirre cumplió con el dicho popular al saludar a todos los periodistas que fueron colocados, ahora sí, sin barrera de por medio.
Como parte del escenario, tras Aguirre Rivero fueron colocadas las banderas de México y del Estado de Guerrero que fungieron cual escoltas del enorme escudo del estado de Guerrero del que sobresale el caballero tigre enfrentando las adversidades.
Dos metros a su derecha, testificaba el acto de despedida su círculo cercano. Sus caras alargadas se mostraban entristecidas y los rasgos ensombrecidos de sus gestos eran otros. No hubo el asomo de ninguna sonrisa, todos en silencio. El nerviosismo de los últimos días se reflejaba en las ojeras ennegrecidas por la tensión.
Cada uno escuchó atento a su jefazo. Cada quien mostró reacciones distintas en ese momento histórico… y periodístico. La fila de mirones empezaba de derecha a izquierda:
Jeovel Guinto González, el coordinador del proyecto Acabús, parecía estar pasmado del momento que vivía; mostraba cara de seriedad pero también de incertidumbre (la misma que ahora se tiene con el proyecto que tuvo destrozadas durante meses las calles de Acapulco).
El senador Sofío Hernández Ramírez, se mantuvo al frente de la fila de allegados. Brazos cruzados al frente y tanteador del tiempo que corría. Su mirada mostraba la confianza en sí mismo tras las declaraciones públicas de rechazar para su persona cualquier interinato o sustitución.
Ernesto Aguirre Gutiérrez, su sobrino y el brazo derecho del gobernador (bautizado en los mismos pasillos de gobierno como el vice-gobernador), mostraba su seriedad frente a los acontecimientos. Sobre sus espaldas recayeron muchas decisiones que intentaron una gobernabilidad. Su afabilidad pareció transformarse en una verdadera tristeza. Claro, dirían sus mordaces críticos, pues era el familiar con mayor poder tras el trono.
Everardo García Mondragón, trajeado, no perdió un solo momento de atención a cualquier instrucción de su jefe al que veía directamente. Con mirada de tristeza, sabía perfectamente que su carrera política podía haber terminado con esta aventura aguirrista.
Jorge Salgado Leyva, el responsable de los dineros (de los que hizo lo que quiso), mostraba el rostro de siempre: la cara de enojado o de molestia que le caracterizó desde el primer minuto del gobierno que ahora ha terminado. El gesto de desprecio, comentaron quienes dicen conocerlo, nunca pareció habérsele borrado. Pero ahí se mantuvo en silencio.
Ricardo Castillo Barrientos guardó completamente su efusividad y pareció haber desechado esa sonrisa burlona que muchas veces mostraba a quienes intentaban criticarlo por su paso trastabillante (pero generoso en lo económico) en la administración pública. El presumido asesor personal de Aguirre, bajo su cachucha, se mostraba silencioso, cauto.
Jesús Martínez Garnelo, cruzado de brazos, estaba al pendiente de cualquier movimiento corporal o gesticulación del hombre que, por ley, sustituía al menos en los próximos diez días (si lo dejan las tribus perredistas). En esos momentos debió haberle pasado por su mente todas las imágenes guardadas desde aquella noche trágica del 26 de septiembre cuando intentó, en vano, enterarse de qué estaba pasando en Iguala. Y la hecatombe que provocó la ineptitud de la información veraz y oportuna.
José Villanueva Manzanarez mostraba una cara de tristeza. Quizá evocó también esos momentos que nadie supo qué hacer ante tamaña tragedia. Ni cómo responder, ni qué leer, ni qué decir. Su muda vocería hizo eco en esos momentos donde no había que aportara algo que perturbara el clima bastante enrarecido.
Víctor Rojas González, el coordinador de las giras de Aguirre, parecía estar descoordinado de su mente. Su cara mostraba una excesiva seriedad que también parecía estar molesto por la situación en que fue encerrado su jefe.
Víctor Hughes Alcocer se distinguía no solamente por su estatura ante los demás sino por un grado de cercanía especial a Aguirre Rivero. Esa tarde, su rostro era el de un hombre envejecido por todos esos días que ansiaban que terminaran. El subsecretario de administración de la Sefina
Armando Añorve Perea tenía su cara enrojecida. No saben si porque estaba enojado o porque anda ebrio o porque, de plano, estaba tan enfurecido que estaba a punto de reventar. “El Pocho” fue de los cercanos que echaba rayos y centellas contra todos esos periodistas que estaban frente a su patrón. Siempre se expresó que los periodistas son indeseables para cualquier gobierno que busca, antes que nada, su bienestar personal.
Para cuando Ángel Aguirre recibió el quiú, todos se tensaron aún más. El gobernador comenzó a leer las hojas que llevaba en sus manos. Las palabras empezaron a salir de su boca poco a poco.
—Al pueblo de Guerrero, a la opinión pública nacional….
Alguien gritó, de pronto, e interrumpió la lectura.
—No se oye… No se oye…
Aguirre dirigió su vista hacia el público frente a él. Acomodó el micrófono como tratando de arreglar esa falla. Y reinició:
—Al pueblo de Guerrero, a la opinión pública nacional…
Fueron 566 palabras las que marcaron ese día la historia trágica de la política en Guerrero. Fueron 566 palabras que repitieron un capítulo más de la desaparición del poder político en una entidad abundante en orografía, hidrografía y pobreza.
Fueron 27 días de una agonía anunciada desde el centro de la República, fue una historia marcada por el resquemor social de no ser atendido, fue un capítulo cerrado por la oprobiosa lucha por el poder entre los grupos que siempre lo han perseguido y, ahora, se lo reparten.
Hoy, hace diez años, se fraguó la tragedia política en Guerrero al caer el enésimo gobernador de la entidad suriana. El motivo fue el mismo: la sangre de guerrerenses.
En su momento, Expresiones Guerrero cronicó el momento de ese adiós en Casa Guerrero.