Citlalixóchitl, temblaba, Moctezuma Ilhuicamina acariciaba su piel y labios que rozaban sus mejillas, su cuello y sus pechos estremeciéndola por el deseo reprimido que le causaba el joven desde el día que lo vio.
Ella correspondió con el abrazo de la entrega, en tanto su cortada respiración anunciaba el excitado momento que vivía, su esposo aceleraba sus instintos con el trato delicado y la estremecían el deseo y viajar al paraíso por el éxtasis.
Y llegó el momento, se fundieron en uno solo, ella sólo expresaba con la voz débil y entregada… ¡Te amo, Moctezuma… nunca me dejes…! balbuceaba suplicante.
Entregada totalmente, se transformó en mujer y dio gracias a los dioses por la experiencia, el placer inmenso, nada como sus noches de insomnio desesperadas tantas veces al recordar los besos de su amado antes del momento nupcial.
La unión dio como resultado que dejaran escapar parte de su vida como si estallaran y aunque sus rostros mostraban sufrimiento, sentían el gozo infinito que produce el encuentro del amor entre dos seres que se aman intensamente.
La fortaleza, producto de la juventud, prolongó durante casi toda la noche la novedad incomparable de la pareja que no sintió el deslizarse del tiempo, así los sorprendió la madrugada que anunciaba el nuevo día.
El día siguiente continuaron las tareas de la guerra que preparaban contra los Tecpanecas de Azcapotzalco, para preparar la defensa de su pueblo, levantaron la admiración de todos.
Axayácatl, Tízoc y Ahuítzotl, después cada uno en su tiempo, fueron sus hijos, que crecieron en un ambiente de alegría, de estudios y de directriz para gobernar, como lo hicieron cuando fueron adultos, cada cual en su tiempo y con sus respectivos triunfos y glorias. De mi libro, “Cuauhtémoc Conquistador”.