En un rincón del patio, echada en la zahúrda, la cochina roncaba mientras sus lechones comían. De pronto, Faustino le cayó encima con brusquedad, pisoteando a uno de los lechoncitos. Y lleno de feroz satisfacción, le hundió un cuchillo al animal. Un rojo borbollón tiñó de sangre el lodo de la porqueriza.

-¿Ya está lista el agua? -preguntó Faustino. La baba le escurría por las comisuras, y añadió: -órale, ayúdenme a cargar la marrana.
Entre cuatro hombres trasladaron al animal a la hirviente agua de la paila, para que se ablandara el cuero. Luego sacaron a la cochina y la arrojaron al suelo.
Con el cuchillo aún barnizado en sangre, Faustino la desholló en un santiamén. En seguida, con una fruición salvaje, le desprendió la cabeza de un solo tajo, y agarrándola por una oreja, la mostró a los presentes.
-Está re’ güena pa’ pozole – exclamó, con los labios húmedos de pulque; en tanto, los hilos de sangre que chorreaban de la cabeza degollada dibujaban en el fango grotescos jeroglíficos.
A continuación, Faustino abrió con el filoso puñal el pecho y la panza de la marrana. Al abrirla en canal, ese olor, ese vaho picante y tibio que exhalaba la carne al quedar al descubierto, era lo que enervaba a Faustino de manera profunda. Como si respirara un perfume embriagador. “Hum, qué delicia”.
Luego, con ojos desorbitados, contemplaba, embelezado, el partido corazón y los verdosos y humeantes intestinos.
En medio de la expectación de los contertulios, la cochina había quedado totalmente descuartizada.
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