Al gobierno federal no le ha gustado estar cerca de la Iglesia Católica, ni cerca a ninguna Iglesia, ni de prelados, a quienes ha desdeñado su opinión y su misión, salvo a Solalinde, Alejandro Solalinde Guerra, cuyo trabajo a favor de migrantes le mereció estar en la mención ciudadana de benefactor y en la crítica a los gobiernos por la falta de políticas adecuadas para atender a quienes por necesidad han tenido que salir de sus tierras de origen para tomar el riesgo de una aventura y alcanzar el sueño americano de tener trabajo.

El Padre Solalinde cobró relevancia por su trabajo humanitario, por dar posada y atención a migrantes mujeres, niñas y niños, adolescentes, hombres, les dio cobijo, alimento, atención psicológica y fue una voz que se elevó para denunciar la extorsión a que eran sometidos por grupos delincuenciales pero también por el tráfico de órganos, la violencia sexual, entre otros temas que lo llevaron a ser víctima de amenazas de muerte que Amnistía Internacional ventiló.

El apellido “Solalinde” se convirtió en un nombre que protegía, que tenía calidad moral, que presentaba humanidad en un tema que ha sido tan trágico y hasta desgarrador con la inhumana muerte de 39 migrantes y más de 20 heridos de gravedad en el Instituto Nacional de Migración en Ciudad Juárez, Chihuahua.

El hecho parecía que se levantaría con un estandarte de lucha para decirle a este gobierno federal que no solo nos faltan 43 de Ayotzinapa, sino que además, ahora nos faltan 39 que creyeron que México era distinto, que no era igual y que contra toda garantía individual, se les privó de su libertad sin haber cometido delito y se les condenó a la muerte sin que mediara un proceso ni juicio.

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