Cuando murió Martinique, como a los nueve días, ambas puertas de la cantina se abrieron solitas. Ni viento ni algún travieso chamaco las empujaron. Para adentro, las de izquierda, como si alguien entrase. Para afuera, las de la derecha, como si alguien saliese.
— ¡Ira, ira, ira! ¡Es Martinique!
El gritó fue de Gil Martínez, a quien le gustaba le llamasen Tío, pero no le gustaba le dijesen Pulga, apodo bien ganado por sus bigototes parecidos a los de una caricatura de una pulga fortachona y bigotona que aparecía en la tele.
Martinique fue su compañero de las húmedas tardes en el puerto. Con sus uñas le rasgaba sentimientos a una vieja guitarra que guardaba Benito, detrás de la barra del bar Chico.
— “Para volver a volver, como has vuelto mil veces. Para decir que te vas, y al final te arrepientes. Deja tu orgullo volar… No digas más que te marchas. No digas más que te marchas. Par volver a volver”, lloraba el negro favorito del bar y nos arrancaba un sentimental ¡Ayayay!.
Al morir Martinique, fue Gil, el Tío o La Pulga, según les embone, quien pasó la charola:
— ¡Órale, coopérale, para el funeral de Martinique!
Y cooperamos. Aun no se ponía de moda un chino que amenazó: ¡…o cuello! ¡Pero sí, era o cooperas o cuello!
El Tío Gil bailaba bonito. Pasito a pasito, movía la cadera al ritmo de sones cubanos. “Sihuaraya, te va a gustar”, cantaban y él se apretaba suavecito al cuerpo de su pareja de baile y le daba vueltecitas, pasando debajo del brazo de ella. Cuando ellas eran altas no había problema. Pero a veces eran chaparritas y… ¡Órale Tío, a ver cómo le haces! ja
Irredento anarquista odiaba todo lo que tuviese aroma de gobierno o empresarial. Se dice prosapia a la ascendencia o linaje de una persona. Su prosapia, pues, era anarquista y obrera.
Su padre, Tancho Martínez, fue compañero de Juan R. Escudero. Con Fernando Lluck, fundaron el sindicato de estibadores. Dieron trabajo, seguridad económica y social a cientos de familias del barrio de La Playa.
La calle Benito Juárez, que parte de la Plaza Álvarez hasta la playa Tlacopanocha, en sus últimos metros cambia de nombre: se llama Constancio Martínez. Tancho. En esa esquina vivía La Pulga.
No había carga de barco alguno que ellos, como hormiguitas, no descargasen, por el viejo muelle, y llenasen aquella bodegota pintada de color blanco.
Testigo de la prosperidad sindical de aquel tiempo, queda, aún en pie, aunque en litigo legal, el edificio de la CROM, frente a la cancha de basquetbol del Malecón. El arquitecto que lo diseñó le dio bonita forma de la proa de gigantesco barco.
Ahí sigue el barcote de concreto, testigo de la cotidianidad y cambios que han operado en el puerto. Hoy ya no hay bodega, porque ya no descargan aquí los barcos. El patio de operaciones de esas descargas hoy esta privatizado y negado a los acapulqueños.
Con el Tío Gil podías hablar de política y siempre, irremediablemente, defendía a Andrés Manuel López Obrador y condenaba al PRI. Con la Pulga podías saber los secretos de los amigos cercanos, y ni tan cercanos. Puro chisme, pues.
Por eso nos enteramos de su sentido del humor que no perdonaba a nadie. Ni a sí mismo.
Su hermana fue cuidada por él. Diario, a las cuatro de la tarde, La Pulga se transformaba en Tío Gil, y le llevaba de comer. Todos los días. A la misma hora.
— ¡Oye, cabrón!, alguien le preguntó ¿Por qué le llevas pollo todos los días a tu hermana? ¡No seas cabrón!
— Ja. Respondió. “Ella padece Alzhemir. No recuerda lo que le di de comer ayer. Asi que… ¡pollo todos los días!
Un día, de pronto, las calles de José María Iglesias y Benito Juárez dejaron de ver el andar del Tío Gil ni su metamorfosis en La Pulga. Su figura, con bermudas y constantes camisas hawaianas, desapareció.
Asi, como si el Western, ese viento con moderación del calor, y que aumenta la humedad del mar, se lo hubiese llevado allá, donde Martinique le espera para navegar, navegar, navegar.
Dijeron en el barrio que uno de sus sobrinos lo llevó a un asilo. Luego, apenas hace dos días, Gerardo Valdivia nos envió un mensaje: “Ha muerto el tío Gil” y Seven, del barrio, nos confirmó vía telefónico: “Se murió La Pulga”.
Fiel anarquista, dejó instrucciones de ninguna ceremonia religiosa. No hubo cooperacha. Murió y, como él decía, a lo que sigue. Lo cremaron.
En la calle José María Iglesias, en el barrio de La Playa, ya no existe el Bar Chico, aunque sí está en pie el edificio donde funcionó. Hoy existe ahí una tienda de comida japonesa. Sushi, le dicen.
Los nuevos dueños han respetado algunas cosas: ahí está, aun, la barra donde Martinique guardaba la vieja guitarra.
Ahí está la mesa, al fondo a la derecha, donde Don Antonio Pintos nos declamó las experiencias de un viejo cóndor que, al ver a una joven condorita, compungido, miraba sus viejas alas que no lo llevarían a ese vuelo de los romances… otra vez.
Ya veremos si esas puertas que se abrieron a los nueve días de la muerte de Martinique, se abren otra vez, hoy que ha partido El Tío Gil.
— Para volver a volver, como has vuelto, mil veces.
La Pulga, el tío Gil, ha partido.
— ¡Ora, Mata, Cabrón!

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