n esta ocasiónles platicaré de varias damas valientes, que dejaron huella en la guerra por la Independencia.

A pocos días del inicio de la lucha independentista, María Catalina Gómez de Larrondo, hacendada de Acámbaro, se enteró que por el pueblo pasarían tres coches que conducían a españoles así que ordenó a sus empleados detener a los ocupantes, con tan buen tino, que resultaron ser nada menos que el conde de Casa Rul, Manuel Merino, intendente de Valladolid, y el teniente coronel de dragones Diego García Conde, además de su comitiva.

Muy ufana le escribió a Hidalgo: “Yo quedo gloriosamente satisfecha con haber manifestado mi patriotismo”.

Por otra parte, Ana María y Trinidad Ortega, hermanas del cabecilla Saturnino Ortega, así como su madre, fueron sorprendidas con las armas en la mano cuando los realistas tomaron la hacienda de Cerro Gordo, en junio de 1815. Fueron enviadas a prisión en la Ciudad de México, aunque el brigadier José de la Cruz lamentaba no haberlas pasado por las armas.

Prisca Marquina de Ocampo cabalgaba al lado de su esposo, el insurgente Antonio Pineda, ostentando “charreteras y sable, llena de tanta vanidad y orgullo”. Ella impidió a su marido acogerse al indulto que el virrey ofrecía a aquellos que deseaban abandonar la lucha, pero no pudo impedir la aprehensión y menos aún el fusilamiento ocurrido en Taxco en 1814, de su compañero de vida y batallas.

Y Manuela Medina, de sobrenombre “La Capitana”, fue un caso particularmente especial. Era una india cacica de Taxco que tomó las armas desde el inicio de la guerra independentista y sus logros le valieron el reconocimiento de la Suprema Junta como capitana; estuvo en siete batallas, y su admiración por José María Morelos la motivó a realizar un viaje a Acapulco con el único fin de conocerlo. Derrotada y herida, resistió la tentación del indulto para retirarse a Texcoco, donde  murió en 1822.

El 2 de octubre de 1811, un centenar de mujeres de San Andrés Miahuatlán en Oaxaca, “armadas de garrotes, machetes y cuchillos”, se amotinaron y entraron al cuartel, dentro del cual los soldados se negaron a tomar las armas contra las enfurecidas, que eran sus madres y esposas. Cabos, sargentos y oficiales echaron a correr cuando les llovieron los palos. Los testimonios solamente recogieron los nombres de siete de ellas: Mónica, Rosa la Patiño, Pascuala, Cecilia y Pioquinta Bustamante, con sus hijas Ramona y Micaela. Mujeres ejemplares sin duda, y como ellas hay cientos más que iremos conociendo próximamente.

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