Por: Miguel Ángel Mata Mata
Reportero de Síntesis de Guerrero.
Fotos de Josefina Patricia Enriquez Luna.

Miércoles 25 de octubre.
— “Todos se van a casa y se resguardan”, dijeron a los empleados. “La tormenta viene con fuerza”.
Cerraron el negocio como a las cinco de la tarde y pasaron a surtirse de agua, atunes enlatados y trozos de policarbonato para reforzar las ventanas.
Pringar se dice cuando pequeñísimas gotas de agua anuncian la certeza de una tormenta que se avecina. Se empaparon con ellas cerca de las ocho de la noche.
En casa escucharon el ruido de la lluvia que se intensificó como a las diez de la noche. Comenzaron los silbidos del viento entre las hendiduras de las puertas.
A las once la cortina de agua no dejaba ver las casas de cartón que adornan los cerros de enfrente.
Fue a las once con cincuenta que el ruido se hizo, así como el de una locomotora que se avecina.
— Pof, pof, pof, bramó.
Ella dormía. Él subió para cerrar la puerta de hierro de la azotea. Se la arrebató el viento.
De un salto regresó. La despertó y alertó:
— ¡Al baño, al baño, corre y mete una silla!
Jueves 26 de octubre, madrugada.
Fue en punto de las doce de la noche y el primer minuto del jueves.
Sentados, en el baño, le disputaban a Otis, la tormenta, el dominio de la puerta que abre hacia afuera. A tirones la defendieron. El viento la chupaba, ellos la jalaban. Hasta que un golpe secó vino en su ayuda.
Al romper todos los vidrios de la vivienda, la fuerza del viento arrancó otra puerta y la dejó, como palanca que impidió fuesen chupados por la ferocidad de Otis.
La fuerza dio tregua a las dos de la mañana. El rugido de locomotora volvió, como a las dos y media, convertido en algo parecido al maullido de un gato. Ella pidió abrir la ventana para que entrase el gato que maullaba. No lo hicieron. Era Otis quien tocaba, con mayor fuerza.
Por una rendija él pudo ver que sus pequeñas habitaciones parecían pequeñas licuadoras donde giraban cuadros, vidrios, mesas, sillas, sillones. Todo. Todo giraba.
Una hora después dejó de soplar el viento. El agua aún caía a cántaros.
Dormitaron, sentados, hasta las seis de la mañana.
Sin vidrios en todas las ventanas. Inundadas las habitaciones. Pequeños trozos de hojas verdes, de muchos árboles, parecían papel tapiz en las antes blancas paredes.
Lloraron.
Jueves 26 de octubre, por la mañana.
Los vecinos del condominio salieron, casi igual que ellos, asustados. Comenzaron a barrer vidrios, agua, madera, puertas, ventanas, tela, ropa. Todo. Todo empapado.
El susto en las caras de todos nos decía que Dios nos retiró su cariño.
— ¿Qué cosa te hicimos, Dios? ¿Qué te hicimos?
Limpiaron, limpiaron, limpiaron hasta caer dormidos empapados en agua de lluvia y el agua salada que dejan las lágrimas.
— ¿Qué te hicimos, Dios?
Viernes 27 de octubre, por la mañana.
Desde la mañana, en la central de la Comisión Federal, que se ve desde el edificio ubicado en la parte alta de Mozimba, miraron a cientos de empleados de la CFE.
Desde ahí notaron, la noche anterior, que Acapulco se apagó en su totalidad. Ni un foco. Ni un anuncio. Ni una lucecita. La luna tendió su manto y cubrió sus tristezas acompañada del absoluto silencio.
Desde temprano, la pareja tomó sus mochilas.
Caminaron, entre árboles y postes de luz caídos, hasta la calzada Pie de la Cuesta. El Chedraui, dañado por la tormenta, era presa de otro feroz ataque: turbas saquearon comida, ropa, bicicletas, motocicletas, pantallas gigantes y todo.
Todo lo que, en sus manos, e inclusive lujosos autos, cupiese.
Siguieron su camino hasta la Plaza Álvarez, conocida como el Zócalo de Acapulco. Subieron por el barrio de El Pasito. Las tejas con casas incluidas, de los viejos barrios de la ciudad desaparecieron.
En la Iglesia de Nuestra Señora de la Soledad, preguntaron otra vez:
— ¿Qué te hicimos, Dios? ¿Qué te hicimos?
Viernes 27 de octubre por la tarde.
Los árboles del zócalo yacían, vencidos por Otis.
Las golondrinas que sí hacen verano todas las tardes, colgadas de los cables del primer cuadro de la ciudad, yacían, en banquetas y pavimento, muertas.
Pasaron por el muelle. Gigantesca grúa de barcos, con dos enormes plataformas, fueron sacados por el mar y el viento: yacían en el muelle.
Al fondo se veían cientos de yates privados, hundidos.
De algunos de ellos sacaron, dicen los marineros, cerca de ochenta cadáveres de los capitanes que siempre, siempre, siempre, deben quedarse a bordo cuando hay tormentas. Murieron casi todos ellos al hundirse la embarcación que capitaneaban.
Llegaron a su negocio. Su árbol de mango, sembrado hacía casi ochenta años, en el centro de la propiedad, también fue vencido por Otis. De raíz lo arrancó.
Ni una sola lámina del negocio quedó en su lugar.
Ahí estaban ellos, algunos de los empleados, refugiados: perdieron, todos, todo. Quedaron sin casa.
La rapiña, se enteraron ahí, seguía en los Chedraui, en Sanborn´s, en Woolworth, en Sams, En Walmart, en todos los Oxxos y Círculos K. Hasta la miscelánea pequeña de la esquina fue saqueada.
— ¿Y la Guardia Nacional? ¿Y el Ejército? ¿Y el Plan DN III? ¿Y la policía Estatal? ¿Y la policía municipal?
Nadie. Nadie. Nadie de ellos estuvo ahí. Nadie.
Volvieron, de raid, entre saqueadores que corrían con el botín gritando: ¡hay que rapiñear, que el mundo se va a acabar!
Ella subió a la limpieza de casa. Él bajó, machete en mano, a unirse a los vecinos. A machetazos comenzaron a cortar los pesados árboles que obstruían la entrada a los edificios.
Sábado 28 de octubre.
Los empleados de la CFE se reunían allá abajo, en la estación de distribución eléctrica. No paraban. Todos lo vimos. Luego se les unieron los de Telmex.
— ¿Y nuestros gobiernos?
Allá, por el mercado central, se escucha una explosión. Le siguen columna de humo negro, gris, blanco. Estalló un centro de distribución de gas doméstico cuando algunos quisieron robarlo para regalarlo.
El fuego comenzó, se desarrolló y extinguió solo. Nadie llegó a apagarlo.
Sin luz, siguió la escasez de agua. Ni cómo comprarla. Ya no hay mercado que la venda. Otra: sin luz, los bancos y los cajeros automáticos no funcionan. El dinero comenzó a perder, aquí en Acapulco, valor.
Sin comunicación nos enteramos que el presidente dijo, en su Mañanera, que en Acapulco ya había luz, agua y que la gente estaba feliz.
La triste realidad tiene otros datos: No hay luz, no hay agua, no hay limpieza de calles, no hay vergüenza. Los gobiernos abandonaron a los acapulqueños.
Como en ese pequeño condominio, en muchas otras calles de la gran ciudad, los vecinos comenzaron a organizarse.
Limpian su calle y amontonan desechos con escombros a la espera del carretón de la basura que tal vez llegue. Tal vez para abril o para mayo. O tal vez jamás vendrá.
Por la noche terminaron la tarea: los pesados árboles que obstruían la entrada del edificio fueron retirados ante la solidaria ayuda de otro vecino: llegó con una moto sierra y Zas: ¡Se llamaban árboles caídos!
Por la noche, antes de dormir, vieron que la energía eléctrica comenzaba a llegar al puerto: el fraccionamiento Joyas de Brisamar ya tiene luz.
— ¡Primero los ricos! ¿O, cómo era?
Domingo 29 de octubre
Los trabajos de Telmex, como los de la CFE, dan algunos resultados. En algunos lugares de Acapulco se instalaron centros para recargas eléctricas de teléfonos móviles. En algunos lugares, también, se alcanza a recibir la señal de la telefonía celular.
Acapulco sigue sin luz, sin agua, sin comunicación, sin plan DN III, sin Guardia Nacional, sin policías estatales, sin policías municipales.
Cuando los gobiernos se ausentan, otros poderes ocupan su lugar. Este día, grupos organizados de ciudadanos, se hicieron con las estaciones abastecedoras de gasolina: regalaron miles de litros a ciudadanos que anhelan el combustible para huir de la ciudad que comienza a ser un fantasma.
— Dicen que fue la maña la que robó y regaló, cual Robin Hood costeño, la gasolina. ¿Qué es la maña que se legitimó e hizo buena, ante la ausencia del gobierno?
Por la tarde son invitados a reuniones con vecinos fuera del condominio. En cada calle, en cada esquina, anuncian los evcinos, serán instalados retenes ciudadanos. Se cierran las calles a las seis de la tarde y se abren a la seis de la mañana.
— “Es que, como no hay gobierno, han comenzado los asaltos a casas. El vandalismo ha pasado de saquear tiendas a saquear casas”, argumentan.
Ya está. Es un toque de queda ciudadano.
Por la noche, dicen las noticias que La reconstrucción de Acapulco lleva un ochenta por ciento y que sí hay luz, agua, bancos y que todos son felices.
Sí hay felices: otra colonia ha recibido el privilegio de recibir energía eléctrica, El fraccionamiento Las Brisas.
— ¡Primero los Ricos! ¿O, cómo era?
Lunes 30 de octubre por la mañana.
Acapulco sigue sin luz, sin agua, sin comunicación, sin plan DN III, sin Guardia Nacional, sin policías estatales, sin policías municipales.
Pero con gasolina que ciudadanos robaron de las estaciones de servicio y regalaron a otros ciudadanos que inauguran caravanas de autos que hacen largas filas por las carreteras que va a la Costa Grande, por la que va a la Costa Chica y la que va a la Ciudad de México.
Ha comenzado un éxodo de acapulqueños.
Unos vienen y se llevan a sus familiares. Otros se van para volver luego. Otros se han cambiado a ciudades cercanas, como Chilpancingo.
— ¿Por qué no llega la ayuda particular, como pasó con otros fenómenos, como Paulina o Ingrid y Manuel?
Al salir del Acapulco fantasma, se enteran que los gobiernos han propagado información falsa. Dicen que en Acapulco hay luz, agua, víveres y que los acapulqueños están felices.
En el éxodo, de lo particular a lo general, contamos: en el condominio de la pareja vivían 35 familias. Hoy quedan siete. Más o menos así en toda la ciudad. Cada vez hay menos gente.
Lunes 30 de octubre por la tarde.
Él salió en su auto, con la gasolina que le regalaron en el centro de la ciudad. Supo que al fin hay una gasolinera que vende el combustible. Llena su tanque y regresa por ella.
Toman camino. Bajan, desde Mozimba, a la calzada Pie de la Cuesta. Cerca del panteón de San Fernando ven algunas ambulancias y camiones del gobierno de San Luis Potosí. Ven que otra gasolinera tiene una pipa que surte combustible.
Ven los primeros camiones con soldados y su brazalete que dice: Plan DN III. Toman por costera rumbo a la base naval. Las palapas de todos los restaurantes de playa están destruidas.
En el entronque de vía rápida ven, al fin, a dos agentes de tránsito dirigir el escaso tráfico. Al llegar al parque Papagayo se sorprenden.
— ¡Ah, cabrón!, reaccionó él. ¡Sí hay y hubo ayuda del gobierno federal!
Desde el Parque Papagayo, hasta la base naval, camiones con guardias nacionales, soldados, helicópteros que vuelan y aterrizan ahí, en esa base.
Por muchas esquinas hay toldos moraditos, con el logotipo del gobierno federal. Hay atenciones médicas. Soldados operan un camionzote con una planta que regala garrafones con agua potable.
— ¡Ah Cabrón! ¿El pendejo soy yo, entonces? Reflexionó.
Y así, hasta que suben y luego bajan por la avenida Escénica para observar que fue falso que el hotel Princess fue destruido en su totalidad, pero comprobar que los lujosos condominios de la zona, sí están destrozados.
El panorama, le duele en el alma, cambia. Otra vez no hay policías municipales, estatales, guardias nacionales ni Plan DN III. El apoyo es para unos cuantos.
Toman camino al centro del estado.
Al llegar les muestran las noticias: dicen que nomás hubo 45 muertos, que el presidente adelantará los depósitos bancarios a todos los viejitos y jóvenes. Que enviará planchas, refrigeradores y licuadoras a los damnificados.
Los que perdieron sus casas con techos de cartón en todo el anfiteatro. Los capitanes de todos los barcos que se hundieron en la bahía. Los miles afectados en Pie de la Cuesta o San Isidro y El Conchero.
Todos ellos tienen otros datos.
Excelente que les depositen sus pensiones en los bancos pero
— ¿Sin luz, en qué cajero sacarán su dinero?
Esta es la triste historia de que siempre, siempre, siempre, en estos gobiernos, todos somos iguales.
Nomás que algunos son más iguales que otros.
— ¡Primero los ricos!
— ¡Sí señor!
— ¿O, cómo era?

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