Del tosco asidero del tranvía, terminaba de ahorcarse la mano vieja y llena de nudos, sarmentosa, lívida en los estertores de la asfixia –cerúlea después-; quedó colgada con uno de sus dedos abiertos, despatarrados, engarrotados y fríos.

Sus uñas combas, pañosas de nicotina, con negras cenefas en los bordes –luto, mugre adoptaron actitudes de solemnidad funeral. El asa del cuero oprimía aún el cuello nervudo de la muñeca –sin reloj pulsera- suicida.

Y la manga harapienta que cubría el antebrazo, semejaba por las arrugas un fuelle de acordeón, roto, sin sonidos…

Una mano blanca, fina, bellísima, que columpiaba zalamera en el asidero vecino, se retiro horrorizada del macabro espectáculo. Se suscitó un clamor híbrido de manos, algunas se sujetaban el cinturón de las sortijas, otras se despojaron de los guantes.

Pronto llego la mano del detective, pecosa con un cigarrillo, humeante en las comisuras de los dedos: consultó el reloj: las 5 de la tarde, 5 minutos, 5 segundos, 5 quintos de segundo. Empezaron las investigaciones, los interrogatorios, la hipótesis. El grupo de manos curiosas, reunido en torno del cadáver, murmuraban, entre uñas:

-Es una siniestra siniestra.
-Viajaba sin boleto.
-tiene un mezquino en el meñique.
-Las líneas de su palma las dibujaron con lápiz.

Algunas manos femeninas, muy sentimentales, lloran lagrimas de sudor que eran absorbidas por la tela sedientas de los pañuelos. Una mano masculina, nerviosa, se frotaba las uñas, produciendo un ruido idéntico al de los pollitos cuando rompen el cascarón, a picotazos. La mano del detective arrojo el cigarrillo; luego, montando un dedo encima de otro. Cambió impresiones con su ayudante:

-¿Qué opinas?
Pamplinas…
Enseguida de mano a mano de sandeces, el rechoncho pulgar del detective se sumió en profundas reflexiones:
¿Ayer fue jueves o viernes? No, martes. Aunque parece que fue lunes, porque los lunes es cuando yo… ¡No! Ya me acordé, ayer fue miércoles. Entones, el problema se simplifica si no fue ni lunes, ni martes, ni miércoles, ni jueves, ni viernes, quiere decir que ayer fue sábado, por ende hoy debe ser domingo y… domingo hoy no es, ¡imposible!, ¬Que nada mas tiene siete días la semana? … Mejor será que le pregunte a mi ayudante. Pero qué he pensado? Eso nunca, creerá que soy un imbécil, que no sé ni el día en que vivo. ¿Qué día será hoy? ¿Ayer fue jueves o viernes ?

El poseedor de la mano suicida, subió al tranvía con la corbata y el ánima deshecha. Era el viaje vespertino a las colonias suburbanas. Los asientos repletos de empleados, las chicas con sus caras de paletas de pintor  y los viejos con un ojo clavado en el periódico y otro en los puntos idos de las medias. Los pasajeros que no alcanzaron asiento, se balanceaban de los asideros, como reses en ganchos.

En tal atmósfera de vitalidad, el hombre buscaba abrigo. En el columpio de una correa desocupada, atoró su puño, ese puño de mano sarmentosa, a pesar de la inmensa apertura, la gente que lo rodeaba se alejó de su contacto. ¿Por qué semejante actitud, siendo precisamente calor humano lo que buscaba?… ¿Tan despreciable juzgaban su presencia? … Sus hinchados pies de cardiaco se relegaron para darse valor frente a las miradas hostiles de los elegantes pies. Los cordones de sus zapatos, lombrices negras, se enroscaban tímidas ocultando los nudos de sus añadiduras. Como a su saco le faltaban los botones con el clip, índice y pulgar de la derecha se lo cerró violento, escondiendo la patética escenografía de su camisa rota.
Las arrugas de su frente, escalera que partía desde las cejas al césped marchito del cabello, se combinaron elásticas, dibujando en la efigie una expresión de amargo desaliento. Sus ojos, arrebujados en los gruesos párpados como niños con frío, oteaban humildes los rostros ásperos y despectivos. Apretó los dientes atribulado, los dientes de las mandíbulas hendieron la amarilla piel de sus mejillas. ¿Qué habré hecho, Dios mío, para que huyan de mi? … Le era menester una última caricia, o al menos una postrer mirada de conmiseración. Presentía el final… Acaso antes de llegar a la esquina…

Y la mano vieja, llena de nuevos, se crispó en la horca de la correa, mientras las piernas de pelele se balanceaban laxas… y el tranvía tuvo su muñeco de trapo.

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