La idea surgió de unas mentes invadidas de neblina alcohólica, en medio de un ambiente de sórdida bestialidad…

En uno de tantos rincones del suburbio metropolitano, entre callejuelas sumergidas en polvo y detritus, se levantaba el inmundo corralón de la vecindad, donde perros flacos y sarnosos habitaban en franca convivencia con unos niños desnudos y moquientos.

Al fondo del patio, la vivienda de Felipa sobresalía de las demás por lo grotesco de la construcción; restos de láminas adobes y tablas formaban la umbría covacha.

Felipa y su amasio -un tipo tuerto con pata de palo- regenteaban una clandestina venta de alcohol, de la más ínfima calidad. Felipa era una hembra de las que el cabello parece que les brota desde las cejas; nariz chata, labios regordecidos y tumefactos; y los ojos, pequeños y ladinos en medio de una cara magra y angulosa, semejaban los ojos de un mandril.

Felipa y el amasio tenían que vivir continuamente bajo el influjo del aguardiente; fuerza comparable a la necesidad del oxígeno. En una ocasión que les faltó el tósigo dos días, ya se andaban matando a cuchilladas.

Recientemente, había dado en frecuentar el tugurio de Felipa, una anciana mendiga muy adicta al alcohol, una lamentable septuagenaria que vivía de las migajas de la ciudad. Como por lo general traía dinero, Felipa la atendía con solicitud. Pero, en estos últimos días, la anciana se había dedicado a beber con una avidez tan inaudita, que más bien parecía buscar la definitiva intoxicación… Esa que abre todos los abismos y encierra todos los dolores. Más, como bebía y bebía sin salir a pedir limosna, Felipa empezó a alarmarse, y sobre todo, que la vieja se fingía enferma y no quería moverse de su sitio, igual que si hubiese echado raíces. Aovillada en sus andrajos se negaba a marcharse. Tres noches pasó con ellos, Felipa temió por su tranquilidad. ¿Y si la vieja se les moría?…

Entonces fue cuando surgió la idea, fruto protervo de una conciencia roída por el hambre y el vicio. Felipa explicó el plan a su amante, éste, después de una pausa, hizo movimiento afirmativo con su único ojo, legañoso y turbio.

La mendiga roncaba de manera siniestra; esa noche le había dado a beber más de la cuenta. Felipa y el hombre cojo, tomando a la infeliz de los descarnados huesos, la sacaron a mitad del patio, las sombras de los cuerpos, espantosas y largas, se deslizaron furtivas. El frío, rudo e implacable, le azotó el rostro.

Al día siguiente, los vecinos encontraron el cadáver de la anciana, completamente desnudo. Alguien la había despojado hasta de los harapos.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *