Muchos rasgos en la festividad de muertos del México actual se derivan de las antiguas prácticas prehispánicas mezcladas con las prácticas cristianas traídas por los colonizadores europeos —fundamentalmente de la España cristina—.

Fusión en la que se trasluce el temor de morir y la angustia de vivir; el mexicano, como señalara Carlos Pellicer, no se ríe de la Muerte, se ríe con ella; tampoco la encara o desafía, la invoca y acompaña como amiga o como aliada, aunque como cualquier habitante del planeta le estremece la posibilidad de dejar de ser o, mejor aún, de no ser.
Este pensamiento permea en muchos ámbitos del diario trajinar de México, entre ellos, la manera jocosa de abordar el tema en los cantos populares: “Viene la Muerte cantando entre la nopalera. ¿En qué quedamos, Pelona? ¿Me llevas o no me llevas?” o aquello de “Que sube y que baja, que llega hasta el plan. A dónde van los muertos, quién sabe a dónde irán” y no se diga de las ocurrentes rimas utilizadas en las publicaciones de fines del siglo XIX en las que se leía: “Es una verdad sincera, la que nos dice esta frase, que solo el ser que no nace no puede ser calavera. Es calavera el inglés, calavera, sí, señor. Calavera fue el francés y Fauré y Sadi Carnot. El griego, el americano, el papa y los cardenales, reyes, duques, concejales y el jefe de la nación, en la tumba son iguales, calaveras del montón”.
Se suman también en las artes visuales los grabados de José Guadalupe Posada y Manuel Manilla, que aprovecharon la imagen la Muerte para realizar agudas críticas a los abusos del gobierno y la explotación del pueblo. Su escuela trascendió a muchas otras artes populares, como bordados, juguetes y adornos, donde la Catrina se convirtió en figura emblemática.
El particular tratamiento del tema parte en su vector autóctono, basado en la concepción cosmogónica de los pueblos nahuas en la que buscaron explicar el origen de la vida y de la muerte. En la Leyenda de los Soles se explica cómo los dioses ensayaron la creación humana a lo largo de cinco etapas; la primera el Nahui Ócelotl —Sol de Tierra— en la que los hombres fueron gigantes que no pudieron cultivar la tierra y fueron devorados por tigres. En la segunda, Nahui Ehécatl —Sol de Aire— los hombres fueron simios que tampoco supieron cultivar la tierra, por lo que un fuerte viento los destruyó; en la tercera, Nahui Quiáhuitl —Sol de Fuego— los hombres lograron cultivar una planta parecida al maíz, pero poco alimenticia y fueron destruidos por fuego; en el cuarto sol Nahui Atl —Sol de Agua— nuevamente los hombres padecieron por no encontrar un buen alimento y fueron destruidos por un gran diluvio.
Vino entonces el Quinto Sol, el Nahui Óllin —sol de movimiento—, la era en que vivimos y en la que Quetzalcóatl robó el maíz para entregárselo a los hombres, pero su cultivo requirió de luz y calor, de obscuridad y humedad para permitir su reproducción, lo que obligó a los dioses a reunirse en Teotihuacán a fin de crear un sol que iluminara y diera calor —personificado en Nanahuatzin— y una luminaria de menor intensidad —la Luna— para gobernar la humedad y la obscuridad encarnada en Tecuzitécatl, pero para que ambos dioses rigieran la vida de los hombres debieron moverse marcando los días y con ello posibilitaron la germinación del maíz, la planta que ha alimentado desde entonces a los hombres.

Pero fueron los dioses quienes se sacrificaron y ofrendaron su sangre para que el sol se moviera, tarea que después correspondió a los hombres, quienes a su semejanza debieron sacrificarse, morir para dar vida y movimiento al sol a efecto de que no detuviera su marcha, proceso que justificó las Guerras Floridas a través de las que se buscaban víctimas propicias para ofrendarlas en aras de que el sol no detuviera su marcha y se produjera la planta providencial, el maíz.
Alo anterior se debe que la muerte en el México prehispánico fuera en realidad un signo de vida que permitió la existencia de hombres y dioses y se le consideró no como sacrificio, sino como un paso digno y necesario para la vida. La fusión de esta concepción con las ideas del cristianismo occidental generó gran parte de las prácticas que hoy se conservan en el culto a la Muerte.
En los próximos días podremos observar que cada casa se convertirá en un templo en el que se levantarán altares para recordar a los dioses lares —las deidades familiares—. que vuelven a vivir entre ofrendas multicolores, dominadas por el amarillo de la flor de cempasúchil —la flor de sol (sic)—, la pálida luz de cirios y veladoras y el olor del copal o el incienso y el sabor de ricas viandas de temporada nos recordarán que la muerte existe cuando ya no exista quién recuerde a nuestros muertos y los panteones se transforman de lúgubres espacios en jardines multicolores. Porque morir es tan solo un ciclo más de la vida, como se refleja en los altares caseros de esta etapa del año.

